Madera de deriva I Ángel Olgoso I Narrativa I ISBN: 978-84-17231-59-0 I Thema: FC – FBA I 135 x 200 mm I 220 págs.
Prólogo
de Óscar Esquivias
(Fragmento)
1. Igual que los náufragos rescatan los pecios de un navío para, con sus troncos, construirse un hogar, yo rescato de las olas de Madera de deriva estas astillas con las que armar un prologuillo.
2. Ángel Olgoso ha escrito un libro al estilo de los que tanto le gusta leer: variopinto, raro, sabio, misterioso, lleno de fervor por la literatura, en el que relata historias reales que parecen fábulas y cuentecillos con aspecto de noticias o crónicas. El lector puede recorrer las páginas de Madera de deriva como quien visita una ciudad medieval, se deja llevar por la intuición y camina al azar, escogiendo los callejones más bellos y pintorescos. No es tanto un libro como un zoco oriental, el bosque frondoso de una leyenda romántica, un laberinto de palabras donde es un placer perderse.
3. Madera de deriva parece una colección de artículos, pero cada texto debe ser leído como si fuera un cuento o un poema.
4. Quizá esta sea la obra más íntima de un escritor que suele ser pudoroso y que en otros libros se esconde tras la escenografía fantasiosa de los relatos. En Madera de deriva escribe en primera persona, narra episodios cotidianos, se autorretrata, ¡hasta imagina su epitafio! Comparte con el lector su forma tan peculiar de estar en el mundo, de interpretarlo, yo diría que de soñarlo.
5. Olgoso observa la vida con ojos de artista sensible, atento siempre a lo poético. Si se le pudieran registrar los bolsillos, los encontraríamos llenos de metáforas, de semillas de cuentos, de caracolas que nos dictarían historias al oído.
6. Hay algo luminoso en todo lo que escribe. Su amor por las chispas literarias proviene de las luciérnagas que observaba fascinado en su niñez (¿no se parecen estos insectos a las pavesas de una hoguera junto a la que se escuchan los mejores cuentos, donde la imaginación se aviva y crea las imágenes más intensas?). […]
Madera de deriva
Papel sonoro
A Antonio Carbonell
Es noviembre en la Dehesa del Camarate. Su bosque parece todavía una flota en llamas. Caducifolio, druídico, húmedo, encantado, echado a los pies del Picón del Jérez y del Lavadero de la Reina, algunos copetes rojos y amarillos ribetean aún sus árboles. Robles, arces, melojos, cerezos silvestres, quejigos, serbales, la luz cabrioleando entre las ramas, grandes boñigas de reses bravas, el río Alhama disfrazado de arroyo. En el Horcajo, a la altura de la Loma del Espino, antes de que el bosque se vuelva pradera y piornal, un excursionista que hace crepitar pausada pero rítmicamente el océano de hojas caídas, se agacha y escoge una, una cualquiera de entre las miles que teselan y colorean el sendero, una hoja de roble, anaranjada, sin manchas, con lóbulos redondeados y distribución simétrica alrededor de la línea media bien definida. El excursionista la guarda con cuidado en la mochila, otorgando a la hoja, desde ese mismo instante, una singularidad punteada a partir de la memoria, dotándola de un significado especial acorde con los momentos de plenitud cromática que ha experimentado en la Dehesa del Camarate, un sentimiento de gloria íntima que llevará para siempre dentro de sí y que merecerá la pena rescatar, como una flor que brotara en un tronco seco. Y al llegar a su casa (donde la vida seguirá pasando sin hacer ruido, contada en sordina), lo primero que hace el excursionista es guardar la hoja, centrarla con delicadeza entre las páginas de un libro para que no sobresalga ningún lóbulo y corra peligro de quebrarse, aquilatando con precisión aquel simple cuerpo rojizo como si se tratara de una orden sellada, envainando en un tomito todo un bosque otoñal.
Es septiembre y la céntrica librería Babel acaba de ser empapada, torrencialmente, por la cíclica lluvia de novedades. Una nueva temporada editorial se abre paso, como un barco mercante que costeara ordenando cada puerto de paso, cada bahía atestada, sustituyendo por igual en las estanterías las mismas nueces lustrosas pero vanas y algunos frutos jugosos e inesperados. En los pasillos de la librería un lector habitual se afana frente a los anaqueles, curiosea entre lo que desde todos los puntos de vista semeja un botín fresco y expuesto a la codicia. Hojea de pie, se tensa de pronto, mueve los labios, frunce el ceño, sonríe con los ojos. El lector no viene a tiro hecho, acecha a la belleza elevándose sobre el azar de los títulos, imágenes y colores de las cubiertas, bucea en la poza de las contraportadas en busca de hechos significativos, indaga signos reveladores en los apellidos del escritor, hasta que sus dedos, clarividentes, extraen por fin un volumen de su balda, escogiéndolo entre los miles que permanecen en perfecto orden de revista, entre los miles que aguardan ese milagro que los rescate de la mudez y la uniformidad. El lector ya ha pagado en caja, ya es suyo, ya se lleva el ejemplar consigo bajo el brazo, con anticipación lo va impregnando en su mente de un vínculo que después le parecerá tan legítimo como la amistad o el amor, y tan hermoso como el de la danza que practican las grullas manchúes para emparejarse en la isla de Hokkaido. El lector no está seguro aún, por su falta de referencias previas, pero anhela que aquella partitura de palabras sea capaz de disolver o escandir el tiempo. Siente que ha encontrado un vino excelente y confortador para paladear a escondidas, un tesoro dejado ahí para él en particular, indistinguible entre las pobladas horcaduras del bosque de libros. Y al llegar a su casa (donde la vida seguirá pasando sin hacer ruido, contada en sordina), lo primero que hace el lector es estampar con suma pulcritud su ex-libris antes de guardar el tomito, primorosamente, en la vitrina más señera de la vivienda, junto a los tejuelos verdes y marrones de los demás lomos, junto a los módicos y desgastados volúmenes que poseen ya ese espíritu crocante de las páginas viejas y de las hojas secas. Un libro cualquiera —al igual que la hoja de la Dehesa del Camarate— rescatado de la mezquindad del mundo, absuelto por ahora de la devolución, el deterioro o el olvido, salvado de una desaparición quizá inminente por este préstamo de un fugaz soplo de inmortalidad que será también (sí, como para todos nosotros) un fuego que apenas caliente.
Para más información sobre Madera de deriva:

Comentarios
Publicar un comentario