Así comienza… Moralidades legendarias, de Jules Laforge. Edición de Jesús Belotto






Moralidades legendarias I Jules Laforgue I Traducción de Jesús Belotto I Narrativa I ISBN: 978-84-17231-58-3 I Thema: FBC – FUP I 135 x 200 mm I 226 págs.





Prólogo
Los prólogos son siempre prescindibles
Por Jesús Belotto
(Fragmento)


Este es un libro de relatos escritos por un poeta francés del siglo XIX. De pensar que el placer o el asombro de su simple lectura pudieran resultar insuficientes, quien estas líneas suscribe habría pergeñado, en su lugar, la muleta de un prólogo o de un estudio introductorio. Considerando el supuesto de que una concatenación más o menos ordenada de datos biográficos pudiera arrojar alguna luz sobre su autor, dicho prólogo empezaría, en buena lógica, indicando que Jules Laforgue nació en Montevideo en 1860. Lo habitual sería, a falta de detalles conocidos o interés, pasar prácticamente por alto la infancia del autor. Sin embargo, ningún prologuista se sustraería a la tentación de mentar su regreso a Francia en 1866 para instalarse en la Tarbes de la que era originario, y su paso por el liceo de dicha ciudad del mediodía. Y esto (y aquí empieza la trampa) con la única intención de señalar, como tantos otros antes, el evidente paralelismo con Lautréamont, también nacido en Montevideo, también de Tarbes, también internado en el mismo liceo; en el fondo, una serie de anecdóticas coincidencias. Igualmente, si quisiera hablar de sus peripecias parisinas, tal vez señalaría que frecuentó un tiempo los cenáculos decadentes de Los Hidrópatas y del cabaré Le Chat Noir de Montmartre, o su amistad con poetas como Gustave Kahn o Paul Bourget o el coleccionista Charles Ephrussi. Su estancia en París, es de prever, me llevaría a hablar de su precaria economía y de su marcha a Berlín, enchufado por Bourget y Ephrussi en la corte alemana como lector de la emperatriz Augusta, y el chascarrillo tal vez discurriera después por su encuentro con la joven inglesa Leah Lee, la Andrómeda del relato que cierra este libro, su boda en Londres a finales de 1886 y su regreso a París para tratar de vivir de su pluma, de rentas, de lo que fuera, su súbita y brutal tuberculosis, sus cartas pidiendo dinero a diestro y siniestro, su trágica muerte en agosto de 1887, con 27 años. Llegados a este extremo, por si la expresión poeta maldito no se hubiera ya formado en la mente de la lectora, quien estas líneas suscribe se las ingeniaría para decir Rimbaud en algún momento, y la hipóstasis rizomática de la santísima trinidad poética, Lautréamont-Rimbaud-Laforgue, habría quedado tan científicamente demostrada como la relación cuántica e indefectible de la velocidad con el tocino. […]


Hamlet
o las consecuencias del amor filial
(Fragmento)


Es más fuerte que yo.


Desde su ventana favorita, temblorosa al abrirse, con sus amarillentos cristales tan sutiles, enmallada de plomo labrado con losanges, Hamlet, extraño personaje, podía, cuando le venía en gana, trazar volutas en el agua, en el agua, esto es, en el cielo. Resultó que tal fue el punto de partida de sus meditaciones y sus aberraciones.
La torre en que, tras el poco ortodoxo fallecimiento de su padre, definitivamente, el joven príncipe se las arregla para vivir, se erige cual leproso centinela olvidado al fondo del parque real, al borde del mar que es de todos. Este rincón del parque es la cloaca en que acaban los detritus de los invernaderos, los ramos desgarrados de las nupcias fugaces. El mar es el Sund, en cuyas aguas uno pudiera tocar fondo, y al fondo están la costa de Noruega o la ciudad de Helsingborg, nido del mísero y práctico príncipe Fortimbrás.
Los cimientos de la torre en que, definitivamente, el joven e infortunado príncipe se las arregla para vivir, se pudren al borde de la bahía estancada en que el Sund, a su vez, se las arregla para corromperlos con el habitual e impersonal esfuerzo de la túrbida espuma de los pecios.
¡Pobre bahía estancada! Las flotillas de cisnes reales de ojos burlones no hacen en ella escala. De su fondo fangoso de cúmulos herbáceos, trepa hasta la ventana de tan humano príncipe, en ocasos lluviosos, el coro de proles de sapos primigenios, estertores viscosos expectorados por acatarrados viejos, reumáticos mucosos, molestos a la mínima mutación atmosférica. Los últimos vaivenes de los barcos laboriosos apenas si perturban, al igual que las perpetuas tormentas, la enfermedad de la piel de este rincón de agua envejecida, oxidada por una baba biliar extendida (cual malaquita líquida), cataplasmada por aquí y por allá por cúmulos de hojas aplanadas en forma de corazón, rodeando rudimentarios tulipanes amarillentos, salpicada por aquí y por allá por exiguos ramos de juncos floridos con frágiles umbelas similares, entre paréntesis, a la flor de la zanahoria en nuestros climas.
¡Pobre bahía, proliferaciones de sapos, floraciones inconscientes! ¡Pobre rincón del parque, ramos que jóvenes esposas desecharon al sonar la medianoche! ¡Pobre Sund, aguas embrutecidas por inconstantes austros, nostalgias limitadas por los habituales departamentos del Fortimbrás de enfrente…!
Por eso (salvo en tiempo de tempestades) este rincón de agua es el perfecto espejo del infortunado príncipe Hamlet, en su torre paria, en su habitación con dos ventanas de amarillentos cristales, una que muestra en gris sucio los cielos, el mar y la existencia sin salida, y la otra abierta al lamento perpetuo del viento en el monte alto del parque. ¡Pobre habitación, debatiéndose en un incontestable, irresoluto otoño! Hasta en pleno julio, como hoy, pues hoy es 14 de julio de 1601, es sábado, y mañana, domingo, las jóvenes irán ingenuamente a misa.
De las paredes cuelgan una docena de paisajes de Jutlandia, cuadros de un naíf imperfectible, encargados antaño a un pintor condenado a trabajos forzados, y del que en cada habitación del castillo se encuentra una buena docena de obras. Entre las dos ventanas, dos retratos de pie: en el primero, Hamlet, como un dandi, con un pulgar en el cinto de piel y sonrisa atractiva desde el fondo de una penumbra sulfurosa; en el otro, su padre, engalanado con una armadura nueva y mirada de fauno seductor, su difunto padre el rey Horwendill, fallecido de manera poco ortodoxa y en estado de pecado mortal, Dios lo tenga en su conocida gloria. Sobre la mesa, a la luz de insomnio de los amarillentos cristales, un taller de grabado irremediablemente repleto de sucias ociosidades. Un estercolero de libros, un órgano pequeño, un espejo de pie, una tumbona y un aparador con un cajón secreto (teme que lo envenenen, tras el turbio fallecimiento de su padre). En el dormitorio, junto a la cama, un edículo gótico de hierro forjado, en que un juego de llaves hace surgir dos figuritas de cera de Gerutha, la madre de Hamlet, y su actual marido, el usurpador adúltero y fratricida Fengo, moldeados ambos con manos llenas de inspiración vengadora, y con el corazón puerilmente traspasado por una aguja, qué progreso... Al fondo de la alcoba hay una ducha, ni más ni menos.
Vestido de negro, con la daga al costado, tocado con sombrero de noctámbulo, Hamlet, acodado en la ventana, contempla el Sund, el ancho y laborioso Sund, el fluir ordinario de sus olas anónimas a la espera del viento y de la hora de juguetear magistralmente con las pobres barcas de los pescadores (único sentimiento que la fatalidad todavía les permite).
Tras el cielo de ayer, a la espera del cielo de mañana, el cielo hoy es pesado y mortecino, no lo ha aliviado el reciente aguacero, pero para mañana promete un buen domingo. Y ya llega el ocaso, uno de esos ocasos como los que relatan con una emoción tan poco fingida las crónicas de antaño, y el ruido de la ciudad de Elsinor, separada de los dominios reales por una vasta cuenca, que empieza a dispersar y a ahogar su murmullo de día de mercado en las tabernas.
—¡Quién pudiera fluir lento y vasto como estas aguas! —suspira Hamlet—. ¡Del mar a las nubes, de las nubes al mar! Y dejar correr el resto…
Y, con un gesto ad hoc, abarca el venturoso horizonte inconsciente y sigue divagando:
—¡Quién se viera empujado hacia el esfuerzo! ¡Pero todo es fugaz, preciosos los minutos, y nada hay más práctico que callarse, callarse, y actuar en consecuencia… ¡Estabilidad, tu nombre es mujer! La vida, la tolero… ¡Pero, un héroe! ¡Por lo demás, domesticado por la época y los medios! ¿Es una guerra justa para un héroe? ¡Un héroe! Y el resto, solamente, levantarse el telón… Si yo fuera una joven de bien, solo permitiría a un puro héroe posar sus labios sobre mi destino, a un héroe del que se pudiera, si fuera menester, citar sus gestas, o sus fórmulas... En estos tiempos de danno y vergogna, que dice Miguel Ángel (ese hombre superior a todos nuestros Thorwaldsen),1 no quedan jóvenes, son todas cuidadoras, aunque olvido esas muñequitas adorables, por desgracia irrompibles, las víboras y las ocas de relleno de almohada. ¡Un héroe! O vivir, simplemente. Método, ¿qué me quieres? Tú sabes que he comido del fruto de la inconsciencia. Tú sabes que yo traigo una ley nueva para el ser humano, y que estoy destronando el imperativo categórico para instaurar el imperativo climatérico…
El príncipe Hamlet tiene una larga retahíla en el alma, tan larga que no cabría en cinco actos, tan larga que no la abarca ni la filosofía, pero en este momento está especialmente molesto debido a la tardanza de esos comediantes que no llegan y con los que tan trágicamente cuenta, por no decir que acaba de romper en mil pedazos las cartas de Ofelia, desaparecida desde la víspera, cartas escritas, por una manía de advenediza, en papel Holanda, tan resistente que a Hamlet aún le escuecen los dedos furiosamente... ¡Miseria y nimiedades!
—¿Dónde estará a estas horas? Seguramente en casa de sus padres, en el campo. Cuando quiera volver, sabe el camino. De todas formas, nunca me habría comprendido. ¡Cada vez que lo pienso! Por muy adorable y mortalmente sensible que fuera, a poco que rascaras salía a flote la inglesita imbuida de la filosofía egoísta de Hobbes. «Nada hay más agradable en la posesión de nuestros bienes que pensar que son mejores que los de los demás», decía Hobbes. Así es como me habría amado Ofelia, como a «su bien», y por ser yo social y moralmente superior a los «bienes» de sus amigas. Y las ínfimas frases que se le escapaban, a la hora en que se encienden las lámparas, sobre el bienestar y el confort… ¡Un Hamlet confortable! ¡Qué desgracia! ¡Gracia, si no para mí, al menos para mi ángel de la guarda! Si, en una noche así, viniera hasta mi torre de marfil una hermana, pequeña, eso sí, de Helena de Narbona, que se plantó en Florencia para conquistar a su adorado Bertrand, conde del Rosellón, aun sabiendo el desprecio que este sentía por ella… Ofelia, cemen de mis amores, regresa, te lo ruego… ¡Jamás! Cierto es que, por muy Hamlet que seamos, a veces somos un cordial canalla. Basta. ¡Ahí están!
A la izquierda, en la ribera de Elsinor, percibe Hamlet (¿quién no habrá oído hablar de sus asombrosos ojos de albatros?) una troupe que solo pueden ser los comediantes.
El barquero los subía en su barca; un perruzo ladraba a aquellos harapientos; un crío había dejado de tirar piedras al mar. Uno de aquellos hombres, bien abrigado, imitando al barquero para divertir a la compañía, tomó un par de remos, singlando hacia… Con el dedo, indicaban el castillo; una de las mujeres tocaba con su brazo desnudo la superficie del agua; ladridos, risotadas, alaridos, llegaban clareados como en una acuarela. Sin duda, había mucho en esta estampa de cuadro costumbrista del siglo xvii.
Hamlet se aleja de la ventana y, sentado en su escritorio, hojea dos cuadernos.
—Mi primer sentimiento era el de ponerme en escena el horrible, horrible, horrible acontecimiento para exaltarme el amor filial, poner la cosa ante la irrecusabilidad del verbo artista, hacer aullar su último aullido a la sangre de mi padre, recalentarme el plato de la venganza… Pero (to be, to be !) terminé deleitándome en la obra, olvidando que se trataba de mi padre asesinado, arrancado al tiempo que le quedaba en este hermoso mundo (pobre hombre, pobre hombre…), de mi madre prostituida (visión que me ha arrancado a las mujeres y me ha llevado a cubrir de vergüenza y deterioro a la celeste Ofelia), de mi trono, al fin y al cabo… Me he dejado llevar por las ficciones de una trama potente. ¡Pues la trama es potente! Puse la cosa en yámbicos, intercalé entremeses profanos, copié un sublime epíteto de mi admirado Sófocles. Sí, hurgaba de más en mis personajes, violaba las enseñanzas, defendía por igual las virtudes del héroe y del traidor… Y por la noche, tras hallar la última rima de un extenso monólogo, me dormía con la conciencia ajazminada, sonriendo a domésticas quimeras, como un buen literato que mantuviera a una familia numerosa con el solo trabajo de su pluma… Me dormía sin rezarle a las dos figuritas de cera, sin revolverles la aguja en el corazón… ¡Menuda afectación! ¡Mirad qué monstruo!
Y el joven e insaciable príncipe se arroja de rodillas ante el retrato de su padre a besar sus pies en la tela fría.
—Perdóname, perdóname, papá… En el fondo, tú sabes cómo soy…
Y levantándose, sin poder esquivar la mirada paterna, siempre a pesar de todo seductora, con un aire realmente faunesco, dice:
—Todo es herencia. Seamos naturales y quirúrgicos y terminaremos viéndolo claro.
Hamlet vuelve a sentarse frente a los dos cuadernos, que también él contempla con mirada realmente faunesca.
—Da igual, hay páginas potentes aquí dentro, y si los tiempos fueran menos tristes… Qué pena no ser un simple maestro en Madrid, en el barrio de Malasaña, donde florecen en este momento jóvenes grupos de neoculturalistas; o un humilde bibliotecario en tan brillante corte, y no en este húmedo castillo, en este antro de chacales y groseros personajes donde uno ya no sabe ni siquiera si verá un nuevo día…
Se oye entonces golpear dos veces con una llave de oro el aldabón de plata de la puerta. Entra un lacayo.
—Las dos estrellas de la troupe están aquí, siguiendo los designios de su alteza.
—Que entren.
—Su majestad la reina pregunta si su alteza persiste en su deseo de dar la función esta misma noche.
—Crudamente. ¿Por qué no?
—Se da el caso, como su alteza sabe, de que esta noche tiene lugar también el sepelio del lord chambelán Polonio.
—Eso es lo que se llama una metáfora: unos entran y otros salen de escena, simplemente. También el Ideal se permite esos lujos a menudo. Y ahora vete, hombre.
El lacayo desaparece, cerrando la puerta tras la reverencia de las dos estrellas anunciadas.
—Entrad, hermanos. Sentaos y fumaos un habano. Aquí tengo Cohiba y aquí Romeo y Julieta, no os cortéis. ¿Cómo te llamas tú?
—William —responde el joven galán del jubón con las escotaduras todavía polvorientas.
—¿Y vos, mi joven dama? (Qué buena está… problemas a la vista…).
—Ofelia —sentencia ella con una suerte de sonrisa mohína, sonrisa sospechosa, incómoda, maléfica, tanto que el joven príncipe se echa a reír para distraer la atención.
—¿Cómo, una nueva Ofelia en mi poción? ¡Qué usurera manía tienen los padres de ornar a sus hijos con nombres de teatro! Nadie se llama Ofelia en la vida real, tan solo en las historias de tablas y tragedias. Ofelia, Cordelia, Lelia, Copelia, Camelia… ¿No tendréis para mí, que no soy más que un paria, un nombre bíblico (¡bíblico!), por amor de mí?
—Sí, mi señor, me llamo Kate.
—¡Ahora sí que sí! ¡Os va mucho mejor! ¡Dejad que vuestras manos cate, oh, Kate, mujer de categoría!
Él mismo se levanta, y va a besar su frente, largamente, frente catedralicia, y de la que se vuelve bruscamente para ir a la ventana a ocultarse la cara entre las manos.
William hace un signo a su compañera:
—Pues no nos han engañado. Lo está.
—¿Es posible? —responden, con su azul mansedumbre, los ojos de Kate que, tacatá, encuentran a Hamlet volviendo a su lugar.
Hamlet se encoge cicateramente de hombros.
—Pero basta de estampas. ¿Qué piezas traéis en el repertorio?
—Tenemos Felipe VI, La bruja y Don Cristóbal, Orgullo y prejuicio y zombis, El embajador ruso…
—Ya me decís pasado mañana el resto, cuando yo me descubra. Todas esas son buenas concepciones, pero no son concepciones inmaculadas como las mías. Aquí, para esta noche, vais a ensayar, en secreto, el drama que os presento. Seréis por ello majestuosamente recompensados. Es un drama que he escrito. Exige solo tres papeles principales. Hay un rey que se llama Gonzago y una reina, Baptista; tiene lugar en Viena. La reina tiene tratos adúlteros y conspiratorios con su cuñado Claudio. Una tarde, el rey echa la siesta para reponerse de sus pecados en flor bajo la pérgola y la reina prepara austeramente unas fresas para cuando su esposo se despierte. Aparece Claudio. Los cómplices se besan en silencio, luego funden plomo en una cuchara y lo vierten cuidadosamente en la oreja del rey.
—¡Qué horror! —suelta Kate con su sonrisa mohína.
—¿Verdad que sí? ¡Horrible, horrible, horrible! Como decíamos, le vierten el plomo fundido, pálido líquido, al pobre rey Gonzago, que muere en medio de un terrible estertor… horrible, horrible, y, nótese, en estado de pecado. Claudio, entonces, le quita la corona, se la pone y le da el brazo a la viuda. Y como consecuencia, a pesar de los peores presagios, William hará de Claudio y Kate de reina, un par de buenos monstruos, a fe mía.
—En realidad… —vacila Kate.
—En realidad —dice William—, mi colega y yo tenemos por costumbre encarnar solamente personajes simpáticos.
—¿Simpáticos? ¡Cuadrilla de ignorantes! ¿Y en base a qué podéis jurar que un ser sea simpático, en la tierra? ¿Y qué hay del Progreso?
—Estamos a disposición de su graciosa majestad.
—Aquí está el manuscrito, William, os lo confío; no lo perdáis: para mí es de vital importancia. Tened la amabilidad de prepararlo para esta noche. Fijaos, todo lo que he marcado con tinta rojo sangre habrá que recitarlo y recalcarlo, y todos los monólogos escritos en azul podéis suprimirlos por episódicos, aunque en verdad… por ejemplo, estos versos:

O mucho me equivoco
o estoy completamente equivocado.
Dando palos de ciego
con los ojos abiertos como platos.
Cualquier poeta honesto
en mi lugar se cortaría las manos.
Y estos otros:
Oh, mi corazón bravo,
oh, mi carne orgullosa,
solo deseo una cosa:
ser tu esclavo.

—¡Qué bonitos! —se exhortan William y Kate mirándose.
—A fe mía que os creo. Si los tiempos fueran propicios… Y estos otros:

… enclaustraos: el amor
se consume sin fuego
como una llama
el amor es una máquina de cenizas…

—Sí que es curioso, sí —afirma el actor.
Y Hamlet, príncipe de Dinamarca y criatura infortunada, exulta:
—Y esta deliciosa canción de corro:

Érase un negliglé,
riguidí, riguidí, rigodón,
érase un negliglé
al que no le faltaba un botón.

Etcétera, etcétera, etcétera… Qué extraña suerte, la mía… Mas no suprimáis esto: es el canto triunfal del usurpador Claudio, hay que cantarlo con el ritmo de «Presentimientos engañosos», ¿os lo sabéis?

Tengo la convicción
que Dios en las alturas
dará su aprobación
a nuestras aventuras.

Venga, todo está claro. Aquí está el manuscrito, os lo confío de nuevo, amigo William. La función no comienza hasta las diez, pasaré antes a ver qué tal va la cosa entre bambalinas. Entretanto, ¿consentiríais que os conminase a aceptar esto?
Las dos estrellas embolsan y salen de culo. William declama a su amiga por lo bajini:

Estos Hamlets poderosos
que vemos por escrituras
ya pasadas,
con casos tristes, llorosos,
resultaron sus corduras
trastornadas.
[…]

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