Prólogo a la primera edición
Cuando hace ya más de diez años me enfrenté con los textos latinos en los que Giordano Bruno expone sus sistemas mnemónicos o artes de la memoria, me vi de pronto envuelto en una problemática que traspasaba los límites de la filología. Para comprender lo más cabalmente esos textos no podía limitarme a interpretarlos con una precisa corrección gramatical, a averiguar las fuentes de sus ideas o a determinar su importancia dentro del conjunto de la obra bruniana y de la historia del pensamiento en general, sino que el verdadero problema estribaba en definir claramente los supuestos y determinaciones de la construcción ideológica realizada en esos textos por el filósofo italiano.
Temática crucial para el filósofo, los métodos mnemónicos de Giordano Bruno —extrañas máquinas estacionadas hace más de tres siglos en el arcén de la historia del pensamiento— me llevaron a plantearme cuestiones tan fundamentales como la de las funciones de la memoria, la noción del tiempo, y los valores gnoseológicos y prácticos atribuidos a las imágenes y a la facultad anímica de la imaginación. Estos temas —memoria, imaginación, tiempo— constituían, de hecho, el suelo en el que hincaban sus cimientos los edificios mnemónicos brunianos, los cuales, por su parte, lo configuraban y utilizaban de una forma peculiar que se me impuso como proyecto de investigación.
Pude entonces aprestarme a especular por mi cuenta y riesgo sobre el sentido de tales temas, o a drenar cuanto la filosofía moderna desde Kant, o la ciencia más reciente, ha enseñado sobre ellos. No obstante, y sin abandonar del todo ese tipo de indagación —lo que por otro lado habría sido imposible—, preferí apurar el sentido dado a esos temas en los propios escritos de Giordano Bruno e investigar el juego de relaciones ideológicas que tejieron desde el alba del pensamiento griego, fijándome sobre todo en aquellas corrientes a las que sirvió de desembocadura la mnemónica bruniana.
Pensaba yo que, de ese modo, lo que descubriría en el estudio de tan importantes términos filosóficos no sería una proyección de mi propio pensamiento, ni tampoco de la ideología crítica o científica de nuestra época (cuyo sentido es, por lo demás, ininteligible sin el recurso al pasado al que, como en una composición musical, el presente responde) sino, ante todo, la forma o estructura ideológica y, por tanto, la «forma de vida» que poseyeron tales términos en el proceso histórico de su configuración. Recordaba, a este propósito, el comentario que hizo Goethe en una conversación con J. D. Falk: «El estoico, el platónico, el epicúreo, todos tienen que dar cuenta del mundo, cada cual a su modo; no es otra, en efecto, la misión de la vida, de la que nadie, cualquiera que sea su escuela, se ve dispensado. Los filósofos, por su parte, no pueden ofrecer otra cosa que formas de vida».
¿Qué cuenta del mundo, qué entendimiento de la filosofía, qué forma, en suma, de vida traducía y plasmaba la mnemónica bruniana? Esta era la presa que yo pensaba levantar, si no cazar, al emprender el análisis del De imaginum, signorum et idearum compositione —último y más completo de los tratados mnemónicos de Bruno— y de la corriente intelectual en la que esa obra está enclavada. Pensaba yo que, de ese modo, el análisis histórico-ideológico de los términos propuestos como epígrafe de este libro, entendidos en sus formulaciones y contenidos, interacciones y conjugaciones, podría ser capaz de dar cuenta del mundo y, en consecuencia, de dibujar una determinada forma de vida, a través de su propio sistema de referencias, es decir, a través de sus propias configuraciones.
Verum et factum convertuntur, este lema de La ciencia nueva de Giambattista Vico, según el cual el hombre solo puede pretender saber con visos de verdad lo que él mismo ha hecho, aquello de lo que es autor —su historia—, equivalía en la presente indagación a mi propósito de querer tan solo definir el tipo de mundo y de forma de vida que determinadas construcciones filosóficas plasman en virtud de su propia configuración ideológica, lo cual me ahorraba el intento, más bien vano, de querer definir las «dosis de verdad» correspondientes a ciertos pasajes, por ejemplo, de Platón, Plotino, Bruno, etc. Este tipo de juicios supone en quien los comete que está en posesión de la plena verdad, lo que siempre es más que dudoso, y que esta se halla en una región bien asegurada aguardando, por así decirlo, a que el entendimiento humano escale su altura, lo que si en el terreno de las matemáticas puede ser cierto, no lo es en modo alguno en el de la historia y la vida humana. La verdad humana —la única a la que realmente cuadraría bien el título de «verdad»— no se le da al hombre gratis, sino que ha de hacérsela, ha de conquistársela con trabajo y esfuerzos.
Los términos filosóficos de memoria, imaginación y tiempo, así como otros con ellos relacionados, pareciéronme, pues, lo bastante importantes como para no dejarlos abandonados al arbitrio de mi propia y libre especulación (aunque ante ese tribunal irrenunciable deberían comparecer), sino que opté por recorrer ese otro camino más largo, sinuoso y desapegado, del que se podía esperar me abriese, con un amplio margen de seguridad, los valores que de hecho se atribuyeron, gnoseológica y prácticamente, a lo largo de la historia o en un preciso lapso de esta, a los conceptos mencionados, cuya importancia para la fundamentación y organización del pensamiento, el psiquismo y la vida no es necesario resaltar. Simultáneamente, el recorrido por ese camino podría instruirme sobre los modos como esos términos de memoria, imaginación y tiempo han sido usados; los modos como esas construcciones ideológicas han sido, por así decirlo, habitadas por hombres que de ellas se sirven.
Las artes brunianas de la memoria, y en particular la última, fueron, como queda dicho, el factor desencadenante de esta encuesta, en el curso de la cual hube de plantearme temas que van desde el origen de la filosofía y los límites de la razón, hasta la capacidad que poseen las imágenes para organizar el psiquismo. ¿No derivó Platón, padre de la filosofía, todo conocimiento verdadero de la anamnesis, de la memoria o reminiscencia, y no era esa memoria platónica la réplica que daba el pensador ateniense al arte de suscitar recuerdos o hypomnesis de que se servía la pedagogía de los sofistas? ¿Cómo llegaron a conciliarse la anamnesis platónica y la hypomnesis sofística? ¿Qué papel desempeñaron en esa convergencia las imágenes y la imaginación, en cuanto facultad intermedia del alma? ¿Cómo, a su vez, se logró la conciliación de los términos inicialmente enfrentados de idea e imagen? ¿Qué significación tienen los intentos brunianos de reforma del psiquismo y de la mente mediante sistemas basados en ciertos tipos de imágenes, lugares y configuraciones ideales? ¿Qué hay de cierto en las pretensiones «mágicas» de esos sistemas? ¿Por qué se les identificó con la «lengua de los dioses» y la «escritura filosófica», y qué eran esas lenguas? ¿Cómo esos idiomas y escrituras pasaron con el tiempo a ser el precedente, por un lado, del enciclopedismo y la characteristica universalis, y, por otro, del historicismo filosófico?
Es posible que sobre estos interrogantes y otros análogos no haya yo dicho muchas cosas nuevas en estos ensayos, pero no me preocupaba tanto decir cosas nuevas como mostrar nuevas e importantes relaciones o conexiones, en las que tal vez no se había reparado lo suficiente antes. Es como si con los datos geográficos de un territorio reunidos por dos cartógrafos, un tercero se afanase no tanto en acumular nuevos datos sobre el mismo, como en definir con más exactitud y relieve las relaciones y distancias en que se han de poner esos datos a la hora de elaborar un nuevo y más perfecto mapa.
No ignoro que a este método se le puede hacer el serio reproche de que no tiene en cuenta la «verdad objetiva» de los conceptos estudiados (memoria, imaginación, tiempo, etc.), sino que, fingiendo ignorarlos, aspira solo a efectuar un mero ejercicio de acrobacia ideológica. Ese reproche se basa en el especioso supuesto de que poseemos la «clave verdadera» sobre los asuntos en cuestión y de que esa clave se halla, intacta y bien abrigada en el repliegue de su propia esencia, al margen de los esfuerzos realizados en torno a ellos por el hombre a lo largo de su historia. Pero no es ese el caso de los conceptos, ciertamente, pues estos, al igual que los hombres que los alumbraron, tienen una historia que los condiciona y confiere sentido, a lo largo de la cual les ocurre a menudo variar de significado y de relaciones con sus congéneres y con los hombres que de ellos se sirven. Estas variaciones se producen tanto por razones externas como internas a su sistema de referencias, de suerte que puede afirmarse con seriedad que la posición y el valor de los conceptos no están dados de una vez por todas.
No pongo en duda que actualmente poseemos nuevos e importantes conocimientos sobre el funcionamiento de la memoria, la influencia de la imaginación en la vida psíquica, y la mediación del tiempo, y que esos saberes han determinado nuevas orientaciones en diferentes aspectos de la vida en general. Pero es más que dudoso que lo que el científico entiende hoy por memoria, imaginación y tiempo, sirva mucho para comprender el significado que poseyeron esos conceptos en otros tiempos, de los que los presentes son, sin embargo, legatarios.
Es preferible encarar los conceptos por lo que ellos son, por lo que nos dice de ellos su relación estructural con otros conceptos y con el uso práctico que de hecho se les ha dispensado. Hay que encararlos como quien se enfrenta con una obra de arte, a la que nadie exige nos dé la verdad definitiva sobre las cosas, aun cuando seamos conscientes de la profunda verdad que bajo sus apariencias y ficciones encierran las obras de arte. Así como no se nos ocurre decir seriamente que el arte barroco europeo sea superior al chino de la dinastía Ching o al árabe de los Omeyas cordobeses, aunque podamos disfrutar más con el primero que con los segundos, ni que la arquitectura romana sea inferior a la gótica; de la misma manera, ante las conceptualizaciones o construcciones ideológicas, nos cuidaremos mucho de afirmar la superioridad de las unas sobre las otras.
Nos limitaremos a constatar que existen, cómo existen y cómo determinan o condicionan una específica orientación en la vida y en la visión del mundo. Solo después de efectuada esa labor se podrá plantear la cuestión de la superioridad o inferioridad, sin olvidar que en tal caso las conclusiones a que lleguemos habrán de tener en cuenta e incluso supeditarse al uso que en el momento de su formación se les pensó dar y al servicio que, una vez formadas, prestaron en la práctica. Pues aunque, por ejemplo, es del todo claro que la medición del tiempo, según se la practica actualmente, es muy adecuada al funcionamiento de una sociedad tecnológica e industrial, esas artificiosas precisiones no nos garantizan, sin embargo, su utilidad para clarificar el tempo psíquico de cada individuo, y menos aún para interpretar la idea que del Tiempo tenía, por ejemplo, Plotino.
Llamo «ensayos» a estos estudios porque esa designación, bajo la que se ha acomodado tanto capricho, sirve no obstante para señalar el carácter tentativo y el modo no rigurosamente sistemático con que los he llevado a cabo. Este trabajo no es de los que se hacen de un tirón, sino con frecuentes paradas en las que a menudo tenía que aguardar largo tiempo circunstancias favorables que me permitiesen ver claro en un punto oscuro o ajustar el sentido y orientación de la marcha. No he aspirado en ningún momento a realizar uno de esos estudios totalizadores que dejan exhaustos al autor tanto como al lector, y en los que, a la postre, los detalles acaban devorando la sustancia del asunto tratado, sino que he procedido selectivamente, como el naturalista que escoge unas pocas plantas de una misma familia, a fin de descubrir las características comunes a toda la familia; o como el que para hacer un sondeo de la opinión pública selecciona, de acuerdo a bien definidos criterios, los individuos característicos de los que se va a recabar información. Averiguar todo sobre todo, y pretender además que ese es el desiderátum de la ciencia, sería como aquel mapa, fantástico de puro minucioso, que en una fábula de Borges estaba hecho a escala natural.
Estoy en deuda con numerosos autores que han tratado antes que yo algunos de los temas que se abordan en este libro, aun cuando los objetivos y perspectivas de sus investigaciones hayan sido diferentes a los de la mía. Me complace, con todo, hacer aquí referencia expresa a algunos de esos trabajos. De la obra Mythe et pensée chez le Grecs, de Jean Pierre Vernant, me he servido ampliamente en el capítulo ii, al tratar ciertos aspectos de la Mnemosine arcaica, así como en el capítulo iii, al analizar determinados valores estructurales asignados al espacio en el pensamiento griego. Del clásico libro de Erwin Rohde Psique tomé algunos datos sobre la significación simbólica atribuida por los griegos a las cavernas y otros tipos de antros oraculares. No pasé por alto el conocido estudio de Martin Heidegger sobre la verdad en la filosofía platónica, al tocar yo ese mismo tema en el capítulo iii. De nuevo Jean Pierre Vernant, con su obra Religions, histoires, raisons, me guio en el estudio de la teoría platónica de la imaginación que incluyo en el capítulo v.
Al libro, ya clásico en la materia, de Frances A. Yates sobre El arte de la memoria y también a otros de esa misma autora, es mucho lo que debo, como se puede ver en algunas páginas de los capítulos v y ix, pues con ese libro en la mano me inicié en la mnemónica de Giordano Bruno y recorrí las vicisitudes de ese arte a lo largo de los siglos. Pero mientras que el mérito de la obra de F. Yates reside en la abundancia bien seleccionada de datos y documentos que contiene, y en la articulación orgánica con que acertó a contemplar el desarrollo histórico del arte mnemónica, a mí me ha interesado sobre todo ahondar en los conceptos básicos de la misma y mostrar la red de relaciones ideológicas en que se hallan esos conceptos, para lo cual empecé por emboscarme en aquellas zonas más oscuras y radicales de la historia de la mnemónica, sus orígenes prefilosóficos, a los que la historiadora británica no dedica una sola palabra.
Los estudios de H. Ch. Puech sobre la Gnosis, en particular En torno a la Gnosis, y el Ensayo sobre Filón de Alejandría, de Jean Daniélou, me acompañaron al tratar en el capítulo v esos temas y sus relaciones con la teoría plotiniana de la imagen.
Como introducción a la filosofía del Renacimiento, sobre todo en sus aspectos herméticos y mágicos, me fueron de utilidad diferentes trabajos de la ya citada F. Yates, Eugenio Garin, D. P. Walker, M. de Gandillac, R. Klein, etc. La obra de J. Ch. Nelson, Renaissance Theory of Love, y la introducción de P.-H. Michel a su traducción de De gli eroici furori, de Giordano Bruno, me sirvieron para encuadrar la obra del filósofo de Nola; así como para replantear algunas de las dificultades y cuestiones a que ha dado lugar aquella entre los que la han estudiado.
La conocida obra de Mario Praz Studies in Seventeenth–Century Imagery, entre otras que versan sobre la iconografía y emblemática de los siglos xvi y xvii, fue para mí una buena brújula para orientarme en la enmarañada selva de la literatura jeroglífica y emblemática del Renacimiento, de la que trato, sobre todo, en el «Apéndice» que aparece al final de este libro. Por último, para no hacer esta lista demasiado larga, citaré la obra de Madeleine V.-David Le débat sur les écritures et l’hiéroglyphe aux xviiie siècles, que se refleja en algunas páginas del capítulo xi, dedicado al estudio de la lengua de los dioses y la escritura filosófica en La ciencia nueva, de Giambattista Vico.
No obstante, he procurado en todo momento enfrentarme directamente y en sus lenguas originales con los textos básicos de Platón, Plotino, Bruno, Vico y los demás autores estudiados, antes de estampar como mía cualquier conclusión sobre los mismos. Pues de la misma manera que el historiador de la arquitectura ha de tener siempre a la vista aquellos edificios sobre los que versan sus análisis y de los que saca conclusiones, asimismo el que trata de descubrir y analizar determinadas construcciones ideológicas y su desenvolvimiento en la historia ha de remitirse continuamente a los monumentos literarios o filosóficos de los que sus análisis dependen.
No he prodigado en las páginas que siguen las referencias bibliográficas, por entender que el carácter de estos ensayos no hacía indispensable la a veces fastidiosa presencia de esa erudita máquina con la que en los últimos decenios se suele adornar, avalar e incluso entenebrecer la más menuda disquisición filológica.
Debo añadir que el texto que aquí se publica es la refundición de otros, parciales, que fui dando al público en forma de conferencias; así, en los Congresos de Jóvenes Filósofos de Barcelona y Sevilla, de 1976 y 1978, respectivamente, y en los ciclos culturales del madrileño cmu San Juan Evangelista de los últimos tres años. De otra parte, el germen de algunos desarrollos que aparecen en estos ensayos pueden discernirse en mi edición de la obra de Giordano Bruno, Mundo, magia, memoria, de 1973, y en mi libro Los juegos del Sacromonte, de 1975. Los capítulos vii y viii proceden en gran medida de mi tesis doctoral sobre la imaginación amorosa en De gli eroici furori, de Giordano Bruno.
Entre los pocos estudiosos con los que me ha sido posible discutir acerca de las cuestiones abordadas en este libro, me complace citar al profesor Tomás Pollán, quien leyó algunos capítulos del manuscrito, y al que debo muy útiles observaciones filosóficas e indicaciones bibliográficas.
El capítulo i, «La combustión de un recuerdo», que como pórtico introduce el cuerpo de estos ensayos, no pretende ser tanto una exposición crítica o filosófica como un homenaje a dos grandes novelistas, el francés Marcel Proust y la japonesa Murasaki Shikibu, autores, con una diferencia de ocho siglos, de dos de las más ambiciosas obras de la historia novelística. En ambos casos, la rica imaginería literaria que va desplegándose a lo largo de varios millares de páginas, es el fruto de las bodas contraídas por la memoria con el tiempo. Ese capítulo sirve, además, para iniciarnos, de la mano de un autor contemporáneo, en algunas de las atribuciones asignadas por el pensamiento griego arcaico a Mnemosine, diosa de la memoria, así como para ver esas atribuciones, siquiera sea de refilón, desde una perspectiva ajena en el espacio y en el tiempo a la nuestra, como es la de la novelista nipona del siglo xi, cuya noción del tiempo y la memoria en parte se acerca y en parte se aleja de la de Proust y, ciertamente, de la de los pensadores griegos.
El último capítulo pudo muy bien no serlo, y si lo es débese a que en ese punto me pareció que se cerraba el desenvolvimiento fundamental de los conceptos básicos cuya pista fui siguiendo en los ensayos precedentes. El instante «decisivo» de Kierkegaard y la recusación de la que el polemista danés hace objeto a la memoria griega y con ella al entero organismo filosófico, bien podían ser la materia del último de estos ensayos, por cuanto venía a oponer, en los confines de lo filosófico con lo religioso, una barrera a los modos ideológico-especulativos estudiados en los capítulos precedentes; pues aunque las consideraciones del autor de O lo uno o lo otro y de Temor y temblor nacieron al calor de una exigente fe cristiana y del enfrentamiento sin reservas al sistema hegeliano, este último, en el que la religión está supeditada a la filosofía, no es más —preciso es decirlo— que un nuevo dibujo, imponente sin duda, trazado sobre una matriz indiscutiblemente helénica: la matriz del tiempo, la memoria y la idea.
Pensé por algún tiempo escribir, a manera de conclusión, un último capítulo, en el que expondría «mi» punto de vista o «mi» teoría sobre los temas debatidos en este libro,1 para lo cual había emprendido ciertos estudios preliminares en los que tenía en cuenta determinados aspectos de la filosofía orteguiana y de la del último Heidegger, pero en seguida desistí de esa tarea al darme cuenta de que rebasaba mis capacidades en las presentes circunstancias.
Una indicación de la vía orteguiana, que aquí dejamos solo sugerida, pero que estimamos de radical importancia, puede encontrarse al final de su Meditación de la técnica, donde dice: «Pero la vida humana no es solo lucha con la materia, sino también lucha del hombre con su alma. ¿Qué cuadro puede Euroamérica oponer a ese, como repertorio de técnicas el alma? ¿No ha sido, en este orden, muy superior el Asia profunda?». Nuestra interpretación del De imaginum (ver, más adelante, «El idioma de la imaginación») responde a esa pregunta capital que Ortega formula acerca de la «técnica del alma»; esta se halla en la raíz de todas las demás técnicas mediante las cuales el hombre se ha ido labrando un ser propio frente y sobre la Naturaleza o, dicho de otro modo, se ha ido edificando un lugar de humanidad, un mundo hecho a su imagen y semejanza. Como vio agudamente Ortega, el hombre se distingue del animal no tanto por su inteligencia como por su memoria y, sobre todo, por su capacidad imaginativa. La «enfermedad de la fantasía» que convertía al hombre primitivo en un ser en trance de éxtasis, hizo posible que este se replegase en sí mismo, se ensimismase, trazase un espacio interior en el que, protegido de las alteraciones que conlleva la vida en la Naturaleza, pudiera jugar con las imágenes de las cosas, combinarlas y, de ese modo, formar y reconformar su idea de la realidad, redescubrirse y redescubrir el mundo. A su imaginación exuberante debió —y debe— la capacidad de inventar el argumento de su propia vida, pues, como dice Ortega, «solo en un ente donde la inteligencia funciona al servicio de la imaginación, no técnica, sino creadora de proyectos vitales, puede constituirse la capacidad técnica». Precisamente por el hecho de que nuestro libro trata de una singular «técnica» de la fantasía y la memoria, puede pretender dar una respuesta a algunos de los interrogantes relativos a la peculiar realidad del hombre y a su manera de habérsela con la misma. Es, por ello, un intento no-asiático de ahondar en la «lucha del hombre con su alma», de profundizar en su «aspecto vital», un espacio no previsto por la Naturaleza, que el hombre hubo de inventarse, a fin de ser efectivamente hombre en esa desasosegante realidad no humana, pero sí humanizable, que es el mundo. Pues bien, como dice Ortega, con su peculiar estilo: «Somos, sin duda, señoras y señores, hijos de la fantasía».
Pensé, por otro lado, que la renuncia a poner ante las candilejas la «propia» opinión, y el desasimiento respecto al propio pensamiento, son requisitos imprescindibles a la inteligencia de las cosas, y asimismo el antídoto más eficaz contra tantos filósofos inconcebibles, es decir, aquellos filósofos que no se pueden estar callados un momento y tienen respuesta y solución para todos los gustos y colores. Antes de decir una palabra, uno debe tomarse el trabajo de enterarse de lo que quieren decir las palabras. Y antes de obligar a los otros a transitar por las propias reflexiones, uno debiera aprender a hacerlas, y a averiguar aquello para lo que sirven.
Queda, de todos modos, abierta la posibilidad de volver a hacer algún día el itinerario que por los carriles de la memoria, la imaginación y el tiempo cruza el territorio del pensamiento y la vida; un itinerario que forzosamente habrá de efectuarse, caso de que llegue a efectuarse alguna vez, con pertrechos diferentes a los que se han llevado en este libro. Y aunque el nombre de filósofo se ha ido convirtiendo en los últimos tiempos en una especie de anacrónico manto, demasiado gravoso e incluso fantástico, como para andarse exhibiendo con él a diario, no hay que desesperar de que alguna vez alguien se atreva todavía a asumirlo sin temor a que por ello vayan a enrojecer o a sufrir menoscabo aquellos filósofos que con sus discursos y meditaciones han ilustrado y enriquecido estos ensayos.
Ignacio Gómez de Liaño
Junio de 1982

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