Arrabal versus Cervantes I Juan Mairena I Prólogo de José Moreno Arenas I Teatro I ISBN: 978-84-17231-53-8 I Thema: DDC I 135 x 200 mm I 84 págs.
Premio Francisco Nieva de Teatro.
Prólogo de José Moreno Arenas.
En cubierta imagen de Antonio Olveira.
«Sobre el certamen Francisco Nieva», de Adolfo Simón.
Prólogo
(Fragmento)
José Moreno Arenas
Tablas y tablero para la ceremonia travestida de la confusión
Créame, apreciado lector, si le digo que llevar personajes históricos al escenario entraña un plus de dificultad del que carece la gestación de otros que tan solo tienen su origen en la mente calenturienta del dramaturgo. Aquellos gozan de una trayectoria real cuya memoria, por lo general, anida en el imaginario colectivo y, por supuesto, emborrona las páginas de los libros —a veces, de manera interesada (la opacidad del túnel del tiempo se alía con los amigos de la manipulación/tergiversación de lo pretérito)—. Todo ello se traduce en un sobreesfuerzo previo de investigación por parte del autor; trabajo extra y de mensura pantagruélica que no se precisa cuando se da a luz a los segundos, pues moran en las neuras del creador y deambulan por ellas, cuales «vladimires» y «estragones», a la espera de ser señalados por la Talía de turno —de caprichosos genes— que les advierta de la inmediatez de su alumbramiento a ese mundo que es observado, función tras función, a través de la desnuda transparencia de una cuarta pared. Cierto es que una obra dramática dista bastante de ser una biografía al uso —menos aún, «autorizada», lo que es tanto como decir «elogiografiada»—; sin embargo, la experiencia personal y los múltiples comentarios de colegas que se han asomado a los espejos cóncavos y convexos de esos personajes históricos me ponen en situación de asegurar que hay propensión a acercarse a la realidad que vivieron o, al menos, a la construcción de diálogos ficticios con trasfondo de inequívoca verosimilitud. A propósito de la primera edición de mi obra Federico, en carne viva, el conocido dramaturgo e investigador Adelardo Méndez Moya ya nos avisaba: «[…] personajes desarrollan una acción en la que, desde el rigor y la admiración, encontramos al Lorca más auténtico —tanto en lo teatral y artístico como en lo humano— que puede subir a un escenario». […].
Arrabal versus Cervantes
(La partida)
[Fragmento].
Sentados uno frente al otro, Arrabal y Cervantes juegan una partida de ajedrez. El primero lleva unas gafas de sol sobre unas gafas graduadas.
Arrabal.—¿Jugamos?
Cervantes.—¿Acaso no estamos jugando ya?
Arrabal.—Así es, maestro, pero ¿no sería más lúdico jugar a ser jugadores jugando a jugar este juego? Sería como un metajuego de roles extraordinario.
Cervantes.—¿Y no añadiría eso más confusión? ¿No sería como echar más leña al juego?
Arrabal.—Por supuesto, dilecto amigo. Pero, como tú bien sabes, la confusión es inevitable, necesaria y, muchas veces, deseable.
Cervantes.—Ah, entonces ¿qué juego propones?
Arrabal.—Me gustaría que tú fueras Dios y yo Dulcinea.
Cervantes.—¿Dulcinea, tú, con esas barbas?
Arrabal.—Si lo prefieres, puedes ser tú Dulcinea. Te dejo. Pero entonces yo seré el Dios Pan.
Cervantes.—Tú lo que quieres es perderme.
Arrabal.—Al contrario, querido. Yo lo que quiero es ganarte.
Cervantes.—¿Y crees que lo harás?
Arrabal.—El mundo es un carnaval donde todo se confunde… y el que piensa ganar es, a menudo… el que pierde.
Cervantes.—(Mostrándole uno de los caballos del ajedrez). ¿Y si yo fuera Clavileño?
Arrabal.—(Haciendo lo mismo con la reina). Yo sería la Reina.
Cervantes.—¿Y si yo fuera la torre?
Arrabal.—Yo sería el rayo.
Cervantes.—¿Y si fuera Don Quijote?
Arrabal.—Yo sería Oliver Hardy.
Cervantes.—¿Y si fuera escudero?
Arrabal.—Yo sería doncella menesterosa.
Cervantes.—¿Y si fuera estatua?
Arrabal.—Yo sería jardín botánico.
Cervantes.—¿Y qué pasaría si yo fuera Estado?
Arrabal.—Que yo sería República.
Cervantes.—Extraños juegos, estos que propones.
Arrabal.—Los niños juegan a extraños juegos. Y ríen y ríen. Y lloran y lloran.
Cervantes.—Como en las máscaras del teatro.
Arrabal.—O como en la vida sin máscaras.
Cervantes.—Entonces ¿qué sugieres?
Arrabal.—Juguemos a Damas y Dioses.
Cervantes.—¿Y por qué no a Diosas y Caballeros?
Arrabal.—Ya estamos. ¿Acaso no es lo mismo?
Cervantes.—Es lo mismo, pero no es igual.
Arrabal.—Un hombre también puede ser Diosa. Y una mujer, heroico Caballero. Femenino es masculino. Y femenina… la masculinidad.
Cervantes.—Pues yo prefiero ser Caballero.
Arrabal.—Tú siempre barriendo para casa.
Cervantes.—Y tú siempre tan… ¿cómo era eso que dices? ¡Ah, tú siempre tan travesti!
Arrabal.—El tra-ves-tis-mo es el nuevo mi-le-na-ris-mo. Para estar en El libro de la Vida, hay que ponerse en la piel del otro. Celebrar la ceremonia de la confusión.
Cervantes.—Yo me pongo en la piel de muchos. Cuando escribo.
Arrabal.—¿Y lo haces por diversión? ¿O por vocación?
Cervantes.—Lo hago para buscarme en los otros y… por saber quién soy.
Arrabal.—Lo sabía. Sabía que lo eras. Desde el principio lo he sabido.
Cervantes.—¿Qué sabes? ¿Qué crees que soy?
Arrabal.—Travesti de Re-nacimiento.
Cervantes.—¿Travesti yo?
Arrabal.—Más travesti que la monja alférez.
Cervantes.—Y tú eres un resabiado, o como dicen ahora, una marisabidilla. Siempre lo has sido, incluso antes de ser… superdotado reconocido. Los niños huían de ti porque preferías recitar la tabla periódica antes que jugar al fútbol (imitándolo con sarcasmo). ¡Bismuto! ¡Paladio! ¡Estroncio! ¡Manganeso!
Arrabal.—A veces puedes ser tan cruel e insoportable...
Cervantes.—Pero no tan relamido y cargante como tú.
Arrabal.—¿Me estás llamando pesado?
Cervantes.—Como una pitón devora gordas.
Arrabal.—Ya. Agradezco tu sinceridad.
Cervantes.—Para algo somos colegas de escritura.
Arrabal.—Y travestismo.
Cervantes.—Y dale. Pero ¿qué es eso del travestismo? ¿El travesti nace o se hace?
Arrabal.—Depende, unos son de nacimiento y, otros, como tú, de Renacimiento.
Cervantes.—¿Y en qué se diferencian?
Arrabal.—El travestismo es congénito. Se remonta a Tetis y Aquiles, cuando la madre disfrazó a su hijo de doncella para alejarlo de la guerra. Aquiles, alias Pelirroja, es el primer héroe travesti de la Antigüedad, cuya línea genética llega a Olimpia de Epiro, madre de Alejandro Magno. Desde entonces, hasta nuestros días, se ha transmitido de generación en generación.
Cervantes.—¿Quieres decir que es inevitable?
Arrabal.—Inevitable, deseable e imparable, como la confusión.
Cervantes.—¿No será que la noche te confunde? O, mejor dicho, el chinchón.
Arrabal.—Querido e idolatrado Miho, la noche me ilumina y el chinchón solo me alegra. La vida es lo único que me confunde. Y sin confusión, amigo, no sería posible… la vida.
Cervantes.—No sé qué decirte pues, la mía es tan clara, que no hay en ella dificultad. Los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran.
Arrabal.—Muy seguro pareces y, sin embargo, todavía hay quien discute tu manquedad. Y no pocos… tu condición sexual.
Cervantes.—En todo caso, no sería mía esa confusión. Pues, como ves, soy hombre entero y, además, siempre tuve buen sentido de… mi orientación.
Arrabal.—Tanto es así, que a punto estuviste de perder la mano derecha por infamia de albañil.
Cervantes.—Calla Arrabal, que hay cosas de las que no me quiero acordar.
Arrabal.—(Sacando cuaderno y bolígrafo como si se tratara de un periodista). Tras herir en duelo a Antonio de Segura, huyó primero a Sevilla, y más tarde, a Roma. ¿Puede confirmar este extremo? ¿Qué pasó realmente? ¿Alguna declaración? ¿Es cierto que el albañil le llamó… bujarrón?
Cervantes.—(Levantándose bruscamente y tirando la silla al suelo). Pero… ¿a qué viene todo esto? ¿Qué buscas con… estas preguntas de inquisidor?
Arrabal.—Solo pretendo arrojar luz a la confusión.
Cervantes.—Pues más bien parece que quisieras arrojarme a mí a la hoguera, como hacían en mis tiempos con los de nefando pecar. ¿En qué estás pensando, Fernando? ¿Es que has perdido el juicio?
Arrabal.—En poco se parece la Edad de Oro a la del Silicio. Pero el hombre, se parece más de lo que cree, y es lo que trato de demostrar, en cualquier época y lugar. En Villanueva de los Infantes y en el Madrid actual.
Cervantes.—¿También tenías que recordarme ese manchado lugar?
Arrabal.—¡Uy! No me acordaba de que de ese nombre… no te querías acordar.
Cervantes.—Te la estás jugando, Fernando.
Arrabal.—De eso se trata, ¿no? De jugar.
Cervantes.—Si es eso lo que crees, no eches más leña al juego que, por mucho menos, han perdido la vida hombres más recios que tú.
Arrabal.—Solo dos cosas, por curiosidad. ¿Es cierto que frecuentaba en Sevilla la Huerta del Rey y las casas de juego del Arenal? Dicen que, a la Huerta, reales personas convidaban a... mocitos galanes… a merendar.
Cervantes.—¿Pero qué inventos son esos? ¿Qué es lo que vienes a insinuar?
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