Así comienza… Ciencia y arte del colorido, de Eduardo Chicharro y Agüera Tres aspectos en la pintura del maestro, de Eduardo Chicharro Briones

 




Ciencia y arte del colorido I Eduardo Chicharro y Agüera I Tres aspectos en la pintura del maestro I Eduardo Chicharro Briones I Contestación de Marceliano Santa María I Epílogo de Antonio Chicharro Papiri ISBN: 978-84-17231-49-1 I Thema: AGB – AFCL – ABA I Ensayo y Arte I 140 págs.


Prólogo

(Fragmento)

Chicharro y Chicharro en tierra baldía

En el número siete de la revista Prometeo (año I, mayo de 1909, pp. 87-90), encontramos el artículo de un joven Ramón Gómez de la Serna que, bajo el seudónimo de Tristán, describe una visita al estudio de Eduardo Chicharro y Agüera, donde, como cada año, los discípulos organizan una muestra de sus trabajos. El texto principia con la descripción de un lienzo de Chicharro:

Ante ese cuadro del maestro se pierde la idea del estudio, lleno de antigüedades y de preciosismos; gana la mirada el paisaje avilense, lleno de ambiente místico, donde luce, como de esmalte, una capilla cerca del confín de su explanada y avanza en los confines del cuadro, marchando delante de él, a buena distancia, el paso de los azotes, precedido por una niña llena de toda la ingenuidad, de todas las videncias y de todo el analfabetismo de la raza. […]

El escritor destaca tres bustos de Julio Antonio, obras de Aguado y Arnal, García Velarde, al que califica como «el más verista de la exposición», Llanas, del que puntualiza que es «más colorista que dibujante», los bodegones de Jiménez, las «cosas» de Azpeitia, Cárdenas, Castilla, García de la Concha… Y añade: «Y en un grupo difuso […] figuran algunas señoritas y algunos jóvenes […] basta saber que son discípulos de Chicharro y no de un pintor de historia ni de un academicista». En el inicio menciona al «pintor americano» Rivera y resalta su Catedral de Ávila «trabajada en la sombra de sus naves, sin perderse en suciedades de colorido, pétrea, hecha a forja, edificada con perspectiva, iluminada en lo alto por un vitral de colores…». Se trata del mismo Rivera que plasma el famoso retrato cubista de Ramón en 1915; el Rivera muralista, pareja de la pintora Frida Kahlo. La influencia de Chicharro es palpable en obras de esa época primera como Autorretrato con chambergo (1907). En el texto «Riverismo», publicado en 1931 en la revista Sur (pp. 59-84), en Buenos Aires, Ramón rememora su visita a la exposición, su relación con Rivera y el paso del artista por el café Pombo:

Diego María Rivera, el íntegro, el ciclópeo, fue en Pombo algo colosal, que daba de todo explicaciones definitivas e inolvidables. Se sentaba como sobre un pedestal ancho y fuerte y emergía como la figura de un Buda auténtico, vivo, con esa gordura suntuosa de Buda. Siempre con un bastón grande como un árbol —el árbol que le daba sombra cuando era Buda y estaba a la orilla de un camino del bosque mirándose el ombligo—, Diego se apoyaba de vez en cuando en él como un hombre que ve el espectáculo como con algo con que protestar ruidosamente.

He insertado la nómina de discípulos del maestro, en estas líneas que sirven de pórtico, para insinuar el alcance de Eduardo Chicharro y Agüera, pintor «fin de siglo», contemporáneo de las primeras vanguardias, cuya obra cabalga entre el realismo, el simbolismo y el impresionismo; madrileño, nacido en la Corredora Alta de San Pablo el 17 de junio de 1873, hijo de Eduardo Chicharro Serrano, también madrileño, y de Adela Agüera Venero, originaria de Hoznayo, Cantabria. Cuando tiene apenas dos años muere su padre, artesano de metales y vidriero. Su madre será la encargada de tutelar su temprana vocación. Adela Agüera participa en Madrid en exposiciones en el Círculo de Bellas Artes, en 1893 y 1897, en esta segunda, con el lienzo Peñas, y en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1899, a la que presenta Un rincón de Asturias.  Su hijo la retrata a principios del siglo XX en una obra que hoy puede admirarse en el Museo de Zaragoza. Ella busca al niño profesores como el grabador Antonio Eusebi o el pintor Raimundo Mateos. En el Colegio de Calderón de la Barca cursa Chicharro estudios de Segunda Enseñanza; los artísticos, en el centro de Fomento de las Artes y en la Escuela de Artes y Oficios; también, en el estudio de Manuel Domínguez que, viéndolo tan joven respecto a sus compañeros, lo pone al cuidado de un condiscípulo, Marceliano Santa María. Marceliano ofrecerá replica al discurso que pronuncie, años más tarde, Chicharro y Agüera con motivo de su nombramiento como académico en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Ambos textos forman parte de este libro.

Con quince años, Chicharro y Agüera ingresa en la Escuela Superior de Bellas Artes (actual Academia de San Fernando) donde recibe formación de maestros como Carlos de Haes, Alejo Vera, Dióscoro Teófilo Puebla, Luis de Madrazo, Jaime Morera y José Moreno Carbonero. Allí obtiene sus primeras distinciones, como la de Colorido y Composición en 1896, con veintitrés años.

Tras una estancia en Granada, donde pinta lienzos como Gitanas del Sacro Monte o Patio del Albaicín, llama a la puerta del estudio de Joaquín Sorolla, en el que permanece tres años como discípulo. Bajo su influencia compone Las uveras (propiedad del Museo Reina Sofía, cedido al Instituto Cabrera Pinto de La Laguna en Santa Cruz de Tenerife), fechado en 1898, con el que cosecha, al año siguiente, su segunda medalla en la Exposición Nacional.

En 1899 obtiene pensión en la Academia de Bellas Artes de Roma con La familia del anarquista en la víspera de la ejecución de este (chocante tema propuesto por el jurado a los opositores). En Roma coincide con Manuel Benedito y Fernando Álvarez de Sotomayor. El pintor viaja por Italia y enferma en Cerdeña, lo que no le impide satisfacer las obligaciones de su pensionado. El primer año remite el lienzo Pigmalión; en el segundo, una copia de un fragmento del fresco de Rafael La misa de Bolsena, al que acompaña con un boceto de la parte central de su tríptico El poema de Armida y Reinaldo. La malaria le obliga a regresar a Madrid donde, de nuevo, frecuenta el estudio de Sorolla. Una vez restablecido vuelve a Roma, desde donde viaja a París, y, más tarde, a Bélgica, Holanda, Grecia y Turquía.

Agotado su pensionado en 1904, Chicharro y Agüera presenta terminado El poema de Armida y Reinaldo (propiedad del Museo Reina Sofía, prestado al Museo de Jaén) en la Exposición Nacional de Bellas Artes, donde consigue la primera medalla. Se casa con María Teresa Briones Tardat, hija de francesa y catalán, señorita de buena familia. Vive un tiempo en Asturias, luego comienza su idilio con Ávila, en cuya ciudad y provincia encontrará nueva inspiración para su pintura. […]



Ciencia y arte del colorido

Eduardo Chicharro y Agüera

(Fragmento)


Señores Académicos:

Grande es la deuda de gratitud que con vosotros tengo contraída. Primero me honrasteis proponiendo mi nombre para la Dirección de la Real Academia de Bellas Artes en Roma; más tarde me nombrasteis Miembro correspondiente de esta de San Fernando, y, por último, llevando al extremo vuestra bondad para conmigo, me habéis elegido Académico de número.

Quisiera poseer, aunque solo fuese por breves momentos, las dotes de orador necesarias para poder expresaros cumplidamente mi agradecimiento; pero no siendo la oratoria mi medio de expresión, ni la pluma el útil de mi trabajo, tendré que limitarme a daros las gracias llanamente, sin galas de lenguaje, dejando para cuando entre vosotros me siente y vuestras tareas comparta, el demostraros mi cariño y mi entusiasmo por esta ilustre Corporación.

Escasos son mis merecimientos para el galardón que me otorgáis, y si algún mérito tengo más es vuestro que mío, pues con vuestras lecciones, los unos, y vuestro ejemplo todos, me enseñasteis lo que sé, viniendo a ser, por ello, como espejo que refleja ajena belleza.

Grande es mi gozo al tomar posesión del título académico; pero como es ley que en esta vida no puede haber dicha completa, viene a amargarla pensar que entre nosotros falta aquel inolvidable maestro que puso en mis manos la paleta y los pinceles, don Manuel Domínguez, que, en ocasión de habérseme concedido una medalla, me escribía: «No olvides que tu nombre, que hoy escribe la fama con letras de oro, escrito estuvo antes con carbón sobre los muros de mi estudio».

Esto yo no puedo olvidarlo, y, en esta ocasión, menos que nunca.

También falta, por desgracia, aquel otro gran maestro, don José Villegas, que allá en Roma, siendo yo pensionado en la Academia del Gianicolo, me alentó, ayudándome con sus consejos, demostrándome siempre gran cariño y amistad, firmando últimamente, en unión de los ilustres Académicos don Miguel Blay y don Marceliano Santa María, la propuesta que había de conducirme a ser compañero vuestro.

Vacío está aún el sillón que ha de ocupar en esta Real Academia mi queridísimo maestro don Joaquín Sorolla, que, atenazado por terrible enfermedad (que ruego a Dios cure presto) se ve imposibilitado, no solo para tomar posesión, sino para manejar aquellos gloriosos pinceles que tanta luz y belleza crearon.

Permitidme, señores Académicos, que en momentos tan solemnes como son estos para mí, rinda público tributo de admiración,  cariño y respeto a aquellos maestros, a quienes tanta gratitud debo.

La medalla académica que hoy me imponéis, recordándome en todo momento los méritos de los ilustres pintores que la ostentaron, me servirá de estímulo y acicate, como precioso amuleto, para seguir las huellas de tan notables artistas, como lo fueron don Alejandro Ferrant y don Francisco Domingo Marqués.

Con don Alejandro Ferrant, madrileño como yo, me unió estrecha amistad; pero no tuve ese mismo honor con don Francisco Domingo Marqués, pues solo una vez lo vi, siendo yo muchacho, en el taller de mi maestro Domínguez.

Venía el celebrado pintor de París, donde gozaba de gran fama, fama que yo, como todos los que por aquella época estudiábamos pintura, conocíamos; así que, en cuanto entró en el taller, acudimos todos los disciplinados a conocerle y lo rodeamos, contemplando con verdadera admiración aquella artística y romántica cabeza.

¡Cuán ajeno estaba yo entonces de que llegaría un día a heredar el sitial y la medalla de aquel gran pintor en esta Real Academia!

El primer cuadro de Domingo que yo vi fue el titulado Los titiriteros, que estaba expuesto entre las más célebres producciones de la pintura española contemporánea, y fue uno de los que más poderosamente llamaron mi atención. La acertada composición, expresando bien el asunto; el dibujo, de líneas vivas y características; el colorido, sobrio, rico y jugoso a la vez; la factura, espontánea y fácil, me causaron gran admiración, admiración que perdura en mí, a pesar de los años transcurridos, pues considero aquella pequeña tela como uno de los cuadros más grandes que ha producido la pintura española contemporánea.

En otras telas de mayor tamaño y empeño ha dejado expresado su talento Domingo, siempre interesantes y geniales, como la Santa Clara, cuadro de colorido sobrio y vigoroso, del más puro abolengo español.

El último día de Sagunto, que nos ofrece otra faceta del estilo del maestro. Dramática composición plena de vida, de arranque trágico, rica, exuberante, ejecutada con la ardorosa pasión que ponía en sus obras aquel genio romántico.

Otros cuadros de asuntos históricos pintó Domingo, siempre haciendo gala de sus extraordinarias dotes de colorista: Colón en Barcelona, La expulsión de los moriscos del Reino de Valencia, La defensa del portal de Cuarte.

Su inquietud pictórica le llevó a tratar todos los géneros, pintando asuntos religiosos. Además de la Santa Clara pintó San José de Calasanz, San Mariano y El Cristo de la Agonía, todos ellos inspirados e interesantes.

Pintó también paisajes, animales, flores y naturaleza muerta con la maestría en él acostumbrada.

De un motivo insignificante hacía Domingo una obra de arte por el virtuosismo con que trataba todo al pintar. 

Ha dejado hermosos retratos de personalidades ilustres: el de s. m. el Rey Don Alfonso XIII (niño); el de Ruiz Zorrilla; el de José Carvajal; los de los Presidentes de la República Argentina, señores Sarmiento y Mitre; el de mister Grult, el del señor Santamarina, Monforte y otros, entre ellos el magnífico de su madre, vigoroso y característico trozo de pintura.

Pero lo que principalmente hizo que su fama pasase las fronteras, extendiéndose rápidamente por Europa y América, fueron sus cuadros de género. En estas escenas de costumbres, muchas de ellas sobre motivos de los siglos XVII y XVIII, fue muy superior a Meissonnier en factura y colorido.

Esos cuadros ocupan hoy puesto preeminente en las más notables colecciones del mundo, especialmente en las de Norteamérica.

Uno de los más célebres, El descanso en la posada, fue adquirido por una elevada suma para la colección Vanderbilt. Los titulados Costumbres de siglo XVIII, La boda, La venta del caballo, Los jugadores de cartas, El comediante, Los tres bebedores, El Príncipe se divierte, La partida de caza, Una orgía, El cazador furtivo, El gaitero, y muchos más que sería largo enumerar, fueron otros tantos éxitos.

Organización privilegiada, verdadero temperamento de artista, le bastaban tres o cuatro tonos en la paleta para conseguir las más exquisitas gamas de color. […]


En las obras de Velázquez el elemento valor y el elemento color son inseparables, pues Velázquez procede como la misma Naturaleza, haciendo vibrar al mismo tiempo luz y color.

Durero y Holbein son pintores de la línea.

Durero es un grabador que pinta. El más ilustre, el más genial de los grabadores.

Holbein es, ante todo y sobre todo, un dibujante.

Al dibujar del natural sus retratos, con tal fidelidad que parecen vivos, anotaba al margen los colores que había de poner luego.

Los alemanes no han sido nunca coloristas.

Filósofos a lo Durero o psicólogos a lo Holbein no podían sentir, como los venecianos, la sensualidad del color.

Lucas Cranach, Baldung «Grien», Matthias Grünewald son desagradables de color. Tampoco parecen discernir entre la belleza y la fealdad de la forma. El políptico de la Pasión de Cristo, de Grünewald, es una obra terrible, bárbara.

El poder expresivo de la línea es inmenso.

Con solo el trazo se pueden representar todas las formas de la Naturaleza. El color no tiene ese poder; necesita de la línea, como de un armazón en que fundamentarse.

Las expresivas pinturas de las cavernas de Dordogne y Altamira, representando tan al vivo el mamut, el bisonte, el lobo, el reno prehistórico, son prueba de la vida que puede darse a una imagen con pocas líneas sintéticamente características.

Las pinturas de las tumbas egipcias, las figuras de los papiros, las de los vasos griegos y etruscos, con solo la silueta, dan la sensación de la vida.

Los mismos relieves egipcios y asirios, no son sino dibujos más o menos enérgicamente ejecutados en el basalto, el granito o la calcárea.

Ningún arte ha superado, ni aun igualado, el de los animales asirios.

Los orientales fueron siempre grandes coloristas.

Los tapices persas, con su ornamentación geométrica, flora convencional estilizada y fauna fantástica, son, por sus extraños colores, vivos y armónicos, una verdadera fiesta para los ojos. […]


Tres aspectos en la pintura del maestro

Eduardo Chicharro Briones

(Fragmento)


Señoras y señores:

Quizás pueda sorprender a algunos que el hijo hable de la obra de su padre. Efectivamente, mi labor es ingrata y pudiera ser mal interpretada.

Mi padre para mí es el Maestro: mi juicio, el de pintor a pintor; y mi admiración, la que se acumula más con el entendimiento que con el cariño.

Cuando era muy niño y a mi padre lo llamaban «el mago del color», entraba yo en el estudio que tenía entonces en la calle de Ayala y me parecía que entraba en un lugar sagrado y misterioso; el aroma de los barnices, de la esencia de trementina y de los colores me embriagaba; yo creía que en ningún otro sitio podía oler así. Y veía aquellos grandes lienzos con aquellas figuras retorcidas por el movimiento, con aquellos colores y aquellos ojos brillantes que las hacían vivas; y mi imaginación de niño se poblaba de sueños… De esos sueños que nada tienen que ver con los cuentos de hadas: de unos sueños que me quemaban y me envolvían en una intimidad grande y cerrada, de atmósfera dorada y caliente, y al propio tiempo dolorosa por lo fuerte. Algo macizo y de sabor áspero que me zumbaba en los oídos, como si estuviera sumido en el ámbito lleno de eco de una campana… Y de ello huía, y ello me atraía hacia aquella severidad vedada, muda y llena de miradas.

Con el tiempo, se perdió esta impresión. Hoy no veo ya el milagro hechicero, sino el fruto de un cerebro y unas manos; el resultado lógico, casi diría inevitable y fatal, de un tesón de loco y una paciencia de hormiga. Veo la existencia imborrable de una personalidad que ha logrado cuajar y manifestarse como la concreción de una entidad mediánica.

Por eso ha desaparecido de mí la fe ciega e instintiva del niño y ha quedado tan solo la admiración serena y, creo, ecuánime hacia la obra; por eso también, me río para mis adentros de todos aquellos medio-entendidos, o de esos otros pedantes y petulantes, o aun de los más bastos, que vienen y opinan, o que vienen y elogian, o que llegan y no ven nada ni nada les importa, pero que quieren decir su palabrita, explicar la cosa a un amigo… Me río y digo: «Pero ¿qué saben ellos?». Y me acuerdo siempre del grito más hermoso y lleno de majestuoso desprecio que he oído: «¡Como si los muy majaderos supiesen qué es eso de la gloria de Dios!».

Y hasta me vuelvo injusto y duro, pues como si estuviese endiosado yo mismo, me río demasiado aquí dentro y sospecho que tampoco tengo el derecho de hacerlo. Pero no es el resentimiento del hijo receloso que defiende al padre de imaginarios ataques, no. Es que al encontrarme aquí frente a la creación de arte, y al haber seguido paso a paso el verificarse de un fenómeno, que yo veo ya casi de naturaleza física o biológica, al conocer yo solo, quizás mejor aún que el mismo Maestro, la magnitud y, sobre todo, el proceso de su creación, no puedo por menos de reírme al oír opinar.

Esta es mi confesión de esta mi debilidad. Yo no seré nadie, y podré equivocarme, pues pocas cosas hay que no dude y relegue al mundo de lo relativo, pero cuando estoy seguro de una cosa, de pocas cosas, no puedo engañarme.

Además, a mí se me hace la impresión de que el hombre crea su obra y le da su nombre, y si esta obra es grande, la obra se posesiona del nombre y ya no lo suelta, quedando la persona en la sombra, detrás de la obra. La obra ya no es del hombre: el hombre pasa a ser hijo de su obra —la cual cosa ya se ha dicho—, pero no se entiende plásticamente.

Chicharro se llama quien ha pintado estos cuadros, y Chicharro también soy yo, y mi hijo. Pero lo que verdaderamente es «Chicharro» es esta modalidad que aquí vemos, el espíritu que se desprende de esta pintura. Algo nuevo vive aquí dentro, un aliento de creación se pega a estas  paredes, la sala ha cambiado de forma, sus dimensiones proporcionales son otras, su luz, otra. Y siempre que viene aquí una personalidad, pasa lo mismo. Claro está que esto se verifica muy de tarde en tarde. Muchos son los pintores que exponen, pocos los artistas. Pues bien, todos lo notaréis: aquí, hoy, hay algo nuevo. Eso, ese algo, es la personalidad.

Yo podría, por ejemplo, deciros que el cuadro en que se manifiesta más claramente esa personalidad es uno entre los demás, y no es el más dramático (aquel que habréis visto entrando), ni el más emotivo (que es el Dolor), ni el más completo (que lo es el Buda), ni quizás el que más os guste: este, ese o aquel. Es un cuadro que es más Chicharro que otros. Y como él, hay otras dos o tres piezas repartidas por el mundo. 

¡Eso, eso es la personalidad! ¡Y qué bien lo sé yo, que tengo que forjarme otro fantasma, que tengo que pagar el nombre que llevo a otra obra; sacar de la nada, peor aún, sacar de un sitio ya ocupado, otro sitio…! […]


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