Ramón Gómez de la Serna I Antonio Fernández Molina I Apéndice de Andrés Rubio I ISBN: 978-84-17231-48-4 I Thema: DSM – DNL – DNB I Ensayo I 168 págs.
Prólogo de Raúl Herrero
(Fragmento)
Antonio y Ramón, vidas en barras paralelas
La opulenta obra de Ramón Gómez de la Serna soporta casi cualquier observación, incluso resiste, quitándoles la razón, a sus detractores. Confío en que este libro, rubricado por el audaz Antonio Fernández Molina, arroje sobre Ramón una luz divergente o, por lo menos, tamizada por irisaciones de nuevo enfoque.
Algunos reprocharon a Ramón su necesidad de ser original. Si bien, el empecinamiento de otros en no serlo, por convencimiento o incapacidad, implica un borrón insufrible en la página que aspira a lo literario, a trascender el mero apunte o la nadería. La literatura ansiosa de naturalidad perturba por su artificiosidad.
Desde los estertores del realismo y del naturalismo, con el modernismo hispánico vigente, Ramón inventa la modernidad, atraviesa su crisis y su derrota y, con sus páginas, participa en su resurrección. A. F. Molina no pierde de vista el Siglo de Oro, pero bebe del romanticismo (Ramón dice en Mi tía Carolina Coronado (1940): «… no ser romántico es ser idiota») y de sus descendientes (las vanguardias históricas), donde se incluye a Gómez de la Serna. Cuando Cela, en los años sesenta, solicita a sus colaboradores ideas para las antologías poéticas de Alfaguara, a la poesía social y a la mística, Molina añade la cotidiana, un hallazgo que tiene a Ramón como precursor.
Ramón Gómez de la Serna en su Automoribundia (1948) dice: «Nací, o me nacieron —que no sé cómo hay que decirlo en estricta justicia— el día 3 de julio de 1888, a las siete y veinte minutos de la tarde, en Madrid, en la calle de las Rejas número 5, piso segundo». Ramón fue hermano mayor de José, Javier, Dolores y Julio. Le enseñó a leer su tía Milagros, de nombre proverbial.
A. F. Molina en Fragmentos de realidades y sombras (2003) escribe:
Nací en 1927 en Alcázar de San Juan, en plena Mancha de don Quijote, dato quizá nada ajeno a mi carácter. Hasta la muerte de mi padre, en 1934, residimos también en Alicante, Valencia y Alcoy. Al producirse su fallecimiento, viajamos a la provincia de Guadalajara para acogernos a la protección familiar.
En Vientos en la veleta (2005) sobre sus años en Alcázar de San Juan afirma: «Cuando soy niño aún lo ignoro, pero entonces vivo como dentro de las páginas de El Quijote». […]
Ramón Gómez de la Serna
Antonio Fernández Molina
I
Ramón
(Fragmento)
La muerte de Ramón Gómez de la Serna fue un acontecimiento que debiera haber puesto sobre el tapete varias cuestiones relacionadas con la literatura y la creación artística en general.
De Ramón Gómez de la Serna no se ha hablado lo suficiente, y puede asegurarse que las próximas generaciones de escritores lo ignoran.
Sin embargo, su personalidad ha sido una de las más curiosas, atrayentes y sugerentes que ha producido nuestra literatura, y resulta difícil encontrar su igual en dotes imaginativas y creadoras.
Su influencia ha sido muy grande, sobre todo en la poesía y en la prosa humorística, aunque esta última no se ha visto compensada con unos discípulos que hayan desarrollado las posibilidades de su mundo.
Si Francia, por ejemplo, hubiera contado con un escritor millonario en sugerencias, en mundos y contrastes, como lo es Ramón Gómez de la Serna, es previsible que hubiera sacado de él amplio partido, pues es evidente que hay en Ramón obra suficiente como para nutrir a ocho o diez escritores, todos ellos de vanguardia.
Gómez de la Serna vivió ese espíritu renovador del siglo que, bien es verdad, no es el que sopla en los tiempos actuales, en que la juventud vuelve la vista hacia la realidad más inmediata, hacia los mundos más tortuosos y fascinantes de Kafka y los escritores que han recogido su herencia.
Ramón representó una realización que en buena medida humana hubiera correspondido a dos o tres generaciones de escritores. Él solo acapara en nuestras letras casi todo el esfuerzo, la aventura y la realización de las vanguardias de la primera mitad de este siglo.
Su obra es riquísima y muy abundante. Nadie, casi creo que ni él mismo, ha llegado a saber exactamente el número de sus libros. Estos pasan de cien, pero al mismo tiempo son múltiples sus colaboraciones de toda índole, que mantuvo en las más diversas publicaciones a todo lo largo de su vida.
Su gran imaginación estaba teñida de ironía. Él se reía de su propia sombra y supo comunicar a la literatura un gran desenfado, por eso, a veces, sus libros nos dan descomunales sorpresas; por ejemplo, el ofrecerlos ilustrados por él mismo, con agilidad y penetración en los temas —que ha resultado ser el mejor ilustrador de sus textos—, o aquella otra, cuando al abrir un volumen nos encontramos un papelito amarillo, firmado en rojo por Ramón Gómez de la Serna, en el que dice que el lector puede situar donde le parezcan veinte o treinta erratas en su libro. Sin embargo, no en todo fue coherente. He rastreado en la parte de su obra que me ha sido accesible, en libros y revistas, alusiones llenas de susceptibilidad y desdén hacia los poetas surrealistas franceses, con los que, por otra parte, tantos puntos de contacto tiene, aunque él ha sido siempre un independiente, un gran independiente.
También ha sido motivo de alejamiento de su obra por parte de la juventud su actitud personal y literaria frente a la realidad. Justificada o injustificadamente se le ha tomado por un escritor encastillado en su torre de marfil. Parece como si el mundo no tuviera para él otra finalidad que la de servirle de espectáculo del que extraer sus obras, como si para estas no ambicionara el destino de contribuir a la evolución del mundo en el que han sido creadas. Pero, por encima de todos los reparos que se le puedan poner, algunos de ellos provisionales en el paso del tiempo y que la moda hará ver de otra manera, de los que son producto una no total comprensión de su obra, no hay duda de que la importancia de Ramón en nuestra literatura puede ser muy semejante a la de Quevedo, o a la de Goya y Picasso en la pintura.
Él, entre otras muchas, nos ha dado una lección singular. La de la entrega total y perseverante a la literatura, de la que vivió, con la que vivió y para la que vivió. No aceptó en toda su vida ser otra cosa que un escritor, pura y simplemente un escritor. En medio de la baraúnda de un mundo en que todo está tan confuso y tan mezclado, él hizo de la literatura la razón de su vida, y no distrajo una parte de su tiempo para ocuparla en cualquier otra actividad ajena, que le hubiera proporcionado un mayor desahogo en su cotidiano vivir.
Conocida es la gran intuición y curiosidad de Gómez de la Serna, que le hace ser, en su tiempo, un adelantado a las corrientes de vanguardia, que parecen irse sucediendo tras sus personales atisbos. Así podemos advertir en sus obras anticipaciones del futurismo, cubismo, dadaísmo, surrealismo, «kafkismo» (tal como bautizó a posteriori el mundo logrado en su novela El incongruente [1922], aparecida antes de que Kafka fuera conocido), el llamado nouveau roman, etc. Su capacidad de creación le llevó a lograr conquistas de tan extraordinaria originalidad y trascendencia como las greguerías, género peculiar en el que a lo poético [aúna] lo humorístico y lo filosófico, a veces [con otros] ingredientes, en frases cortas y lapidarias que iluminan aspectos nuevos de las cosas.
Su curiosidad lo llevó a explorar tanto el espectáculo de la vida como el del arte, del que fue uno de sus mentores más sagaces y originales. Su interés se ampliaba hasta los objetos en desuso, y se anticipó a modas [que] han venido después, especialmente [a] las que han puesto de manifiesto el mundo de lo «pop» y de lo «camp». Desde los objetos pasados de moda, las tarjetas postales, lo cursi, el redescubrimiento de escritores olvidados, el cine, las nuevas formas del teatro, hasta las manifestaciones del tipo del más avanzado arte de vanguardia; su curiosidad se fijó en diversas [áreas], dejando en ellas el fuerte soplo de su personalidad. Escribió tanto y sobre tantos temas que parece mentira que aún le quedara tiempo para vivir y, además, para, de vez en cuando, dar singulares conferencias, preparar memorables banquetes y realizar colecciones de expresivos dibujos con los que frecuentemente ilustraba sus escritos. […]
Antonio Fernández Molina
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