Así comienza… El happening de Madrid, de Jerónimo López Mozo




Nota prologal

de José Manuel Corredoira Viñuela

(Fragmento)


El arte alucinatorio y pesadillesco (pues que de una pesadilla se trata) encuentran, igualmente, en el happening su espacio vital más definido, su afirmación. Novela hipnótica y promiscua, libérrimamente escrita, terra prohibida, novela prelógica y «regresiva», novela revolucionaria (el maquis de Madrid), dejará sin resuello a sus lectores, ainati[n]sulados y ainafis[t]ulados por la caterva de infernales que pueblan sus páginas; novela de crisis, novela-acontecimiento, novela collage, novela cinemática, novela eruptiva, novela-cólera, novela-iniciación, novela cosmogónica, novela-ideograma, novela-catástrofe, novela-exorcismo (colectivo), novela-poema-en-acción, novela-banana ardiente, festiva (instintual), de calle (novela ambulante), novela-salto-de-la-muerte, novela diuturna. Novela de arte, en definitiva. Novela maestra. 



El happening de Madrid

Jornada uno

La pesadilla empezó el quince de mayo de 1974, día de mi treinta y dos cumpleaños. La recuerdo así. Se celebra una corrida en el coso de las Ventas. En el palco presidencial, hay una cámara de televisión. Las gradas están vacías. En el ruedo, junto a la puerta principal, está la gente de la lidia. A sus pies, la arena chupa los salivazos escupidos por el miedo. Cuando el sol alcanza su cenit se inicia el paseíllo. En las pantallas de los televisores de Madrid aparecen, sin previo aviso ni voz que las ilustre, las imágenes taurinas. Abre la marcha, a caballo, el alguacilillo, ataviado con traje negro —luto de siglos pasados y venideros—, guardián del orden en la plaza, inquisidor venido a menos. El matador se pone al frente de la cuadrilla: banderilleros, peones de brega, picadores cabalgando jamelgos viejos sin peto, a la vieja usanza, y monosabios. Las mulillas cierran el paseo. Su cometido: arrastrar toros muertos. Luego de doblar en el centro del ruedo hacia la presidencia, el torero se inclina respetuoso. Se toca la montera. Gorro negro con aires de sombrero tricornio, filigrana de felpa, castañeta con coleta. El operador de televisión arroja al aire la llave que abre los corrales. El alguacilillo la recoge en la copa de su sombrero, pone el caballo al trote, se la entrega al torilero y despeja el ruedo. El torilero abre la puerta del toril. El toro sale. Negro azabache, hondo, bien puesto de armas. Se va hacia el lado izquierdo. Se detiene. Un peón le toma al filo del capote que sostiene en una mano. Juntos, uno del otro en pos, corren. El matador ordena con el gesto que le dejen solo ante la res. Puesto de frente a ella, extiende el capote. Se arranca el toro. Es como si al topar con la tela la testuz fuera a quedar grabada en ella. Pero la atraviesa sin romperla. El diestro repite el pase —la verónica— una vez, dos, tres. Luego, le lleva a la suerte de varas. El picador le recibe sin ánimo de ceder terreno. Clava la puya en todo lo alto. El toro empuja. El caballo retrocede un paso. El brazo del picador tiembla. No puede frenar la embestida. Un pitón se hunde en el vientre del jamelgo. Las tripas cuelgan por la abertura. Antes de que jinete y cabalgadura den en tierra, el matador tira del toro con un galleo. Los monosabios llevan al caballo fuera del ruedo para coserle la herida o para que muera. Otro picador sale para continuar la labor del primero. La labor consiste, dicen, en frenar la furia del astado, rebajarle la fuerza con el castigo e imponerle las reglas del juego en el que participa. Repite el torero los movimientos con los que le puso antes en suerte. De nuevo tripas y cuernos se enredan. Se rompen aquellas. Se ceban estos. Otro quite brillante del maestro. Sigue la fiesta. Caballos muertos: dieciséis. Heridos: veinticuatro. Esgrime un banderillero el primer par de banderillas. Cita al toro desde lejos. Le engaña con un quiebro del cuerpo, evitando el encuentro. Le coloca el par. Otro banderillero hinca otros dos palitroques al cuarteo.  El diestro reserva para sí el tercero. Cita de cerca, a pies juntos. Trunca con leve ademán la trayectoria recta del toro y, cuando sale humillado, clava los rehiletes. El animal intenta inútilmente sacudirse el haz de adornos. Mientras, el matador va al centro del ruedo. Se destoca. Gira en redondo, saluda brazo en alto al tendido vacío y arroja la montera a sus espaldas por encima del hombro. Inicia la faena de muleta. Frente al toro, sostiene la tela con la mano izquierda. Le cita. Da una serie de pases naturales. No hay adornos. No hay bellas composiciones plásticas entre el hombre de luces y la res negra. Aquel reduce la faena a su función más vieja: preparar al toro para la suerte suprema. Sin más. El duelo es breve y sobrio, con marcado acento de tragedia. Se enfrentan por última vez. El matador adelanta un pie, echa al suelo la muleta y sujeta con la mano derecha, tendido horizontalmente, el estoque. Llama al animal para recibirle. Viene este hacia la figura quieta, humilla la testa en busca del engaño y la espada se hunde en su cruz, perpendicular, entera. El toro queda inmóvil. Escupe una bocanada de sangre que salpica el objetivo de la cámara de televisión, ahora instalada a pocos pasos de la escena para captar el más mínimo detalle. Las imágenes se borran de las pantallas de los receptores. Puertas y ventanas se abren. Voces multiplicadas se elevan de la ciudad. «Es el toro, es la nobleza», repiten. El animal dobla los remos delanteros. Rueda en tierra. En la piel, mojada de sudor, brilla la sangre reciente sobre la seca. Empapa la arena. Traza riachuelos en ella. El toro muerto es enganchado a las mulillas. Ha concluido la fiesta.


Jornada dos

Una muchedumbre se concentra en los alrededores de las Ventas. La puerta grande se abre. El trio de mulillas enjaezadas la atraviesa arrastrando al toro muerto. Algunos le siguen a la carrera. Otros se quedan alabando la estampa del animal estoqueado. Los mulilleros conducen las caballerías hacia la cercana avenida de la Paz. El trayecto queda marcado por la huella sangrienta que el toro deja sobre el asfalto. Nuevas gentes van llegando. Unas descienden por las calles que arrancan de Doctor Esquerdo. Otras lo hacen desde las barriadas que, al sur de la calle de Alcalá, se extienden hasta las tapias del cementerio de la Almudena. Moratalaz vierte sobre la avenida una marea humana. El griterío es ensordecedor. La confusión en torno a las mulillas, grande. Una mujer se arroja a su paso y es aplastada por los cascos. Otra besa la testa del toro muerto. Muchos empapan los pañuelos en la sangre que va quedando en el suelo. Los mulilleros tratan de despejar el camino. Las mulillas se espantan. A la altura de Vallecas, un hombre se planta ante los animales. Los detiene sujetándoles por las riendas. Un mulillero quiere apartarle. La multitud se lo impide. Los más próximos desenganchan el tiro. Despojan a los cuadrúpedos de los arreos y adornos que lucen y se los disputan para colocárselos ellos. Tan pronto se sienten libres, los animales se abren paso entre la gente y huyen hacia un descampado. Luego se pierden en un laberinto de chabolas. Decenas de hombres enjaezados ocupan el lugar de las mulillas y forman un prieto tiro humano. Los mulilleros colocan frenos en las bocas de los que están a la cabeza del conjunto. Toman las riendas en sus manos. Bajo su gobierno, el arrastre del toro muerto se reanuda. 
Una voz (luego otras).—¡Vivan las riendas!
El paso es vivo. Hombres de refresco ocupan los puestos de los más cansados. Alcanzan la ribera del Manzanares. Siguen hacia Legazpi. Cuando la mole del matadero es avistada, la manifestación se desvía de la avenida de la Paz y desfila hacia la puerta principal.

Jornada tres

Nave del matadero municipal. Con ser grande, resulta insuficiente para acoger a cuantos acompañan a la res muerta. Apretados unos contra otros, dejan, sin embargo, en el centro, un espacio circular despejado. Allí está el toro, suspendido de un gancho, cabeza abajo. A su lado, el desollador. Con parsimonia de cirujano elige, entre los útiles de su oficio, el que va a emplear. Toma en sus manos un jifero. Lo afila. La luz de una treintena de focos se concentra en el toro y en el oficial del matadero. Este abre en canal la res. Con cuidado de no dañar la piel más de lo que lo han hecho la pica, los rejones de las banderillas, el estoque y, al cabo, el roce con el asfalto, lo desuella. Hecho el trabajo, abandona la nave. La gente permanece inmóvil. Contempla con deleitación morbosa el cuerpo liso del animal despellejado. De los bretes y bramaderos instalados en otros pabellones cercanos llegan los berridos de las reses destinadas al sacrificio. Son voces de congoja. La matanza alcanza a docenas de animales. El olor de la sangre fresca y el escándalo de los que esperan su turno llegan a la nave. Se extienden por todo el ámbito. Excitan los sentidos de la masa humana, que se agita alrededor del espacio circular sin osar traspasar sus límites. Al cabo, un individuo lo hace. Ase el jifero que empleó el desollador. Lo alza. Mete la hoja en lo hondo de la masa de carne. Roto el tabú, los demás se apropian de los cuchillos. Los hunden en la res suspendida. Su nula destreza causa destrozos. Arrancan jirones de carne, pedazos que son escaso botín para un guiso. Los más impacientes encienden fogatas para asarlos y comerlos allí mismo. Del gancho solo penden huesos mal pelados. Debajo, en el suelo, sangre, hebras de carne, nervios y vísceras forman un amasijo que las pisadas esparcen pronto por todas partes. Los focos se apagan poco a poco. La improvisada gente de cuchilla va saliendo. Lleva la ropa pringada de sangre. También las manos. Nadie sabría decir que ha sido de la piel de toro.

El happening de Madrid I Jerónimo López Mozo I Biblioteca Golpe de dados I ISBN: 978-84-17231-46-0 I Thema: FBA – FBAN I 316 págs. I 135 x 200 mm.

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