Así comienza… Un gozo para siempre, de Fernando Arrabal



Un gozo para siempre I Fernando Arrabal I Novela I ISBN: 978-84-17231-45-3 I Thema: FBA I 180 págs.


¿Cómo es posible que nonagenario reciba semejante carta desde Ciudad Rodrigo? ¿«Arrinconada en un misal», abandonada, durante decenas de años?
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Pero antes quisiera que se diera a conocer que pude disfrutar, a mi juicio, en plena incivil guerra, ¿de la mejor maestra durante mi infancia y adolescencia? ¿Me esclarecía y me deslumbraba casi siempre?
La madre Mercedes Unceta intentó asegurarse y asegurarme que todo internamente funcionaba según mis conocimientos de párvulo. Por eso, ella quería que fuera, como los demás de su clase, «sabio».
Las diferentes crisis que estaba viviendo debía resolverlas con la verdad. Gracias a los diversos conocimientos que «como sabio» iba adquiriendo, llegaría un día a la supresión de las celadas, engañifas, trampas, trincheras, plagas, grandes enfermedades, hambrunas y miserias. Es decir, ¿a la paz y a la salud universales?
Para la madre la ciencia lo preveía todo. Honraba particularmente a los campesinos de Las Hurdes, de la Sierra de Francia y de Las Batuecas. Vivían no lejos de Ciudad Rodrigo. Íbamos a verlos con ella para oírlos. Debíamos observarlos en su manera de dormir, regar, bostezar, lavarse.
En torno mío, algunos solo decían cosas interesantes en los «partes»de la radio, ¿cuándo expresaban lo contrario de lo que pensaban? Mis relaciones con el «saber» e incluso con mis sueños afectaban a mis relaciones con los demás. Y mis enfermedades se declararon. Por eso, cuando cesé de verla, caí tuberculoso.
No odiaba la mentira. La madre era portadora de una intratable voluntad de decir «no». A los mentirosos les compadecía por el esfuerzo sobrehumano que debían realizar con su memoria. Desde siempre entendió a los demás ¿y a mis propias flaquezas?
Nunca se quejaba. ¿Prefería meditar? Para ella debíamos comprender que ser «sabio» era necesario para aceptar los cambios que incluso… yo mismo «con mi propia y escasa sabiduría» iba a operar.
Cuando me dolía algo, o sentía que iba a estar enfermo o a ser desgraciado, era a causa de los cambios que se realizaban en el firmamento. ¡Hay que ver qué sueños tenía, y ella, qué bien los explicaba! Puesto que mi cuerpo y el de los párvulos eran lo más sensible con la ciencia.
Con ella viajábamos a lugares desconocidos. Para comenzar, todas las mañanas yo llevaba dibujado con tiza en mi pizarra un mapa. Cada día elegía uno. Algo diferente. Un mapa de la Sierra de Francia o de Las Batuecas, que estaban al lado, o de Oceanía. Como «sabio» introducía un dato especial que había descubierto en un libro o un periódico, o en una carta, o en una conversación. O, a veces, en una experiencia, un sueño, una fantasía.
Lo más difícil era dibujar «el paraíso». Era el itinerario que ella construía en el patio con todos los niños en fila india. Uno detrás de otro. La fila se iba enroscando y deshilvanando por sí sola gracias a las pautas de la madre. Sus fases me permitían descubrir secretos de auténtico «sabio». Y cantaba con ella. Levantaba el corazón por encima de la naturaleza.
No seguía el aburrido folletín de los «partes». Como «sabio» no podía quedarme achicharrado en mi sitio suprimiendo las demás vías. Pero tampoco, como «sabio», podía aceptar cualquier camino. Tenía que recorrer mi vida como si fuera una centella.
La madre amaba a los pobres y a los perdedores: porque ella no tenía nada y nunca salió victoriosa.
Para ella, con los párvulos de su clase, sería, después de llegar a «sabio», «dios». Es decir, yo era, como los demás, un niño que un día llegaría a «sabio», y por si fuera poco, más tarde sería «dios».
Estaba preparado para presentarme, como los otros párvulos, al concurso de superdotados.
Y luego, ¿para llegar a Madrid o a París o a Pekín?
La madre me había preparado también para comprender (inconscientemente) a Louise Bourgeois, o a Marcel Duchamp, o a Tristan Tzara, o al Surrealismo, o a Santa Mónica (bereber), madre de San Agustín.
El día final del único oral de mi concurso de superdotados, los examinadores quisieron saber más de mí. Quizás les extrañara la determinación (y la condena a muerte) de mi padre. Y creí que, con razón, quisieron ver mi paquete. Cuando le conté el lance, la madre me hizo el comentario, como siempre, más evidente: «Si hubieran sido mujeres los examinadores, no te hubieran pedido que les enseñaras eso».
La madre elogiaba a los habitantes de aquellas tierras: ella era casera de un apeadero guipuzcoano. ¿Era pragmática… guardaba secretos?
Para ella, por ejemplo, el mundo de Las Batuecas y el de Tokio ¿estaban ligados con todo lo demás? Para ella incluso mis elecciones, como las de todos los párvulos, ¿determinaban el curso de la historia?
Qué fácil me fue adaptarme a las nuevas ciudades (Madrid, París, Nueva York). ¿Y comprender lo que me decían Mimi Parent, Azorín, Magritte, Jeanne-Claude Christo o Andy Warhol?
Según ella, incluso yo mismo y los párvulos de su clase seríamos «sabios»; para que incluso hiciéramos, ¿lo que no parecía común ni en Manhattan, ni en el café surrealista de París, ni en la cacharrería del Ateneo de Madrid? ¿Me inculcó otro porvenir? Con la ciencia de «sabio», ¿yo también podría hacer lo que parecía imposible?
En la clase de la madre no había estampitas de santos. Ella construía, a veces conmigo, «asentamientos». Eran cuadros que en vez de estar pintados estaban hechos con elementos de «sabio».
En un «asentamiento» se podían ver la rama del cafetal, las semillas, el grano molido y, por fin, el polvo de café. En su cuadro todo estaba explicado: desde el terrón de azúcar hasta la jícara de leche. Y, por fin, la tacita en la que todas las mañanas desayunaba.
Me enseñó ¿a saber inventar mi propio ritmo poniendo patas arriba toda planificación? Preparado para vivir ¿como una centella?
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Recibí la carta a través de un amigo mirobrigense:
Soy Petronila Gustava Arce Nelson, religiosa hondureña (de Tegucigalpa) y vivo en el cuarto de Ciudad Rodrigo que hace medio siglo ocupó mi desconocida hermana (de nuestra congregación, Compañía de Santa Teresa de Jesús, La Vida) Mercedes Unceta. Acabo de dar con esta carta dirigida a don-Fernando-Arrabal-Terán:
Fernandito, amado mío:
Me satisface tanto que todo te vaya tan bien fuera, que hasta al convento llegan noticias tuyas. Me pregunto si no es el momento de volver ya a la Sierra de Francia, Las Hurdes, Las Batuecas. Aquí todos te añoramos y, precisamente, acabo de encontrar lo mejor para ti y tus láminas. Precisamente en estos lugares, ahora, hay una casa, desocupada, con una gran mesa para tus croquis, un patio pequeño pero soleado y una higuera preciosa. Ahí podrías vivir para siempre, bien, de lo más cómodamente y sin dejar de hacer tus dibujos.
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Aquellas laderas, aquellos ríos… De pronto ¿quisiera «reencontrarme» con ellos? ¿Tantos itinerarios de estas tierras de encrucijadas y enigmas?
Lo que sí ya quiero conocer (más bien «reconocer») son Las Hurdes, Las Batuecas, la Sierra de Francia y Ciudad Rodrigo. Y digo reconocer, pues, ¿ya solo aparecen, tras ochenta años, en el torbellino de mis nostalgias?
Lo primero sería y será (sin ninguna urgencia) ir al Hospital de Versailles y conocer el diagnóstico y el posible acuerdo del buen-doctor-Alde a un posible viaje. A mis noventa años, ¿habrá que tenerlo en cuenta?
La verdadera urgencia fueron, ¿hasta hace poco?, ¿mis problemas médicos? Tan repetidos que me arrastraron demasiado frecuentemente a su consulta. No puede estar quejoso de mi asiduidad.
Pero ¿estoy mejor que nunca?, ¿o menos mal que nunca? Aunque, obviamente, sería el buen-doctor Alde quien decidiera…
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Yo vivía con mi madre —Carmen Terán— en Madrid, en los años cuarenta y cincuenta, entre sus vestigios y rebañaduras que el Destino iba a alzar a fortuna.
Decía ella, entonces, con inverosímil optimismo a quiénes la visitaban, ¿en cuanto le procuraban, inconscientes, la menor ocasión?:
—Mi hijo era tan guapo, un verdadero muñeco; y tan listo: un día, cuando aún no sabía hablar, orinó en mitad del salón; me cogió por la falda, me llevó a su trastada y me dijo: «Mamá, guau guau».
Mucho más tarde, Jorge Luis Borges me llamó siempre ¿con razón? «africano»; pero al llegar, a los cuatro años, desde Melilla a Ciudad Rodrigo, la inolvidable madre Mercedes Unceta me tildaba cariñosamente (y curiosamente) de «africanito».
¡La elegancia de Pan de haberme hecho nacer en África!

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