Así comienza… Viaje a Estocolmo, de Raúl Herrero




Miércoles, 25
Esa mañana, al despertar, de inmediato percibí que me enfrentaba a una nueva salida. Un viaje se amasa ocupándose de todo o de nada, el resto de quisicosas conviene arrinconarlas en el desván de los trastos irrelevantes.
Lo más ingrato de una marcha en la dirección del frío desde un punto cálido —incluso en época veraniega— estriba en la dimensión de la maleta que enclaustrará el sofoco de la ropa de abrigo. Es posible que el viajero, en su estulticia, descuide este detalle, que el muy patán rehúya el resguardo que lo acalore y que amanezca en el lugar displicente de acogida temporal, en este caso Estocolmo —donde los oráculos han vaticinado una temperatura máxima de quince grados—, en mangas de camisa o, si es viajante desaliñado, en camiseta interior. (Esto último debe evitarse bajo cualquier circunstancia, tanto por decoro como por cortesía con el resto de la humanidad; si la camiseta se las da de prenda exterior, sea porque exhibe un grafismo en la pechera, sea por otras señales evidentes de confección, la cosa tiene un pase, aunque su uso solo sea recomendable en la estación del bochorno). La falta de previsión puede instalar al viajero en brazos de la bronconeumonía, antesala de una dolencia crónica; ¿a las puertas de algo peor? El lector imprudente informado queda. El viajero que esto escribe no caerá en ese cepo.
Durante un desplazamiento largo, la usanza de sombrero, que abriga el cráneo y sotierra la calva, degenera en conflicto, en molestia. En la actualidad abunda la bárbara y desdeñable costumbre de moverse por el mundo con la cabeza al raso, una muestra de impudicia, cuando no de vulgaridad manifiesta. Un sombrero invernal de buen paño (o tejido) difícilmente encuentra asiento entre el equipaje sin que se descomponga o se quiebre. Esta circunstancia obliga al viajero a cargar con el atavío, bien en su lugar natural, en la parte del cuerpo que sobresale de los hombros, bien en la rodilla (si el sujeto se ubica bajo techo y sentado); si al trotamundos le acompaña la suerte, quizá tropiece con un perchero donde endosarlo, aunque deberá tenerlo siempre a la vista, lo que le supondrá, por añadidura, la práctica de hábitos que vigoricen su memoria; el extravío de esta prenda señala desidia y naturaleza espuria. Como en tantas otras cosas, en este asunto de la capota de testuz también existen distintos pelajes, no es lo mismo cubrirse con sombrero de candil a lo tricornio, que influye en el buen talante, que con uno de guano, que implica menor entraña. Evítese, particularmente, el jíbaro, salvo en lugares de calor prieto, puesto que su empleo incentiva la flacidez de espíritu.
El despegue hacia Estocolmo está fijado a la intempestiva hora de las nueve y treintaicinco de la madrugada de mañana, jueves. Espero no perder el avión. En el ocaso de mi juventud, ya dije adiós en París a un vuelo. Pagar dos veces un pasaje no es una buena medida de ahorro, por lo que desde entonces evito lances superfluos. Me desplazaría desde Zaragoza hasta el aeropuerto de la capital el mismo día del despegue si me tuviera por aventurero mañoso o por el mismísimo Ragnar, calzas peludas, que, a la sazón, se desposó con Kráka, la de vestidos negros. En consecuencia, aquí me tiene el lector, ora oteando el paisaje desde la ventanilla del tren, ora garabateando en un cuaderno estas líneas de leños que, con mi pulso, parecen diagramas chinos.
Desde hace varios meses no dispongo de tiempo para despacharme escribiendo a mis anchas (a tontas y a locas), ahora lo hago con más amor que frenesí. Incluso tropiezo conmigo mismo pronunciando las mismas palabras que dibujo en el papel, lo que en un vagón de esos calificados como «de silencio» supone una contrariedad, tal vez el chispazo de un pequeño drama. De hecho, la persona o cosa que se ha derrumbado a mi lado insiste en chistarme para que me calle. Pero yo sigo a lo mío. «No me moleste, señor, ¿no comprende que estoy trabajando?» —le replico con ceño plisado y bolígrafo altanero en la mano derecha cual arma blanca que invita al acuerdo. 
Si la vida transcurre según lo previsto (aspiración que me impulsa a introducir esta frase hecha y fulera, ya que en la vida siempre suceden contratiempos) desembarcaré en el hotel de Madrid a eso de las dieciséis y media. Me he citado con una periodista a las diecisiete y media para una entrevista, que solventará por vía telefónica, sobre el motivo de mi viaje.
Mañana, en Estocolmo. «Sí, señor, me voy a Estocolmo. ¿Cómo va a ser en este tren? Mañana tomaré un avión. No, no me callo porque no me da la gana. Pues sí, necesito repetir lo que escribo en voz alta. Señora, no intervenga que la cosa no va con usted. Les ruego que bajen la voz, que por algo compré un billete para el vagón «silencioso». ¿Al revisor? Por mí como si quieren llamar a La Coquito. Sí, y a su padre, a su padre también». Bueno, a lo que iba (vaya, ahora un túnel). Con el propósito de sortear que alguien aproveche esos segundos de fundido a negro para atizarme, adopto en el asiento posiciones asombrosas.
Como iba diciendo, esta migración tiene como objetivo la exhibición del catálogo de la editorial Libros del Innombrable, en especial de las publicaciones de literatos escandinavos (cuyas traducciones ha firmado en su mayoría Francisco J. Uriz, valedor fundamental de esta odisea). Con este fin habrá una primera sesión el viernes, 27 de agosto, que se completará al día siguiente con la presentación de la antología, preparada por Uriz, Algunos de los nuestros, un siglo y más de poesía nórdica, que verá la luz del día en España a mediados de septiembre de este año. En el Instituto Cervantes me acompañarán, en principio, además del traductor, los poetas suecos Kjell Espmark y Magnus William-Olsson. Las actividades se anudan en el marco de la Stockholms bokhelg, es decir, la primera edición del «Fin de semana del Libro», que se festeja en Estocolmo con una programación heterogénea desplegada por más de cien puntos de la ciudad.
Ante un viaje de estas características el sujeto nunca sabe qué actitud concertar. En todo caso no escatimo en aprensiones. Cuando se sacan las narices de casa, hablo por mi experiencia, el intrépido se arriesga a que le asalte cualquier cosa que esté dentro de lo posible (a veces también de lo imposible). Como poseo cierta querencia por el pensamiento mágico, me abastezco de elementos que cumplen la función de talismán. En esta salida, oculto en el bolsillo derecho de la americana un pañuelo que perteneció a Antonio Fernández Molina, regalo de su viuda, Josefa Echeverría, al poco de la ocultación del poeta. Cuando los pasos me empujan hacia tierras lejanas, añado a mi indumentaria alguna prenda de estreno, liturgia que sugiero al lector para avalar una venturosa andanza. En este caso la novedad consiste en unos «cubrepiés» o zapatos de cordones elásticos comodísimos, que me vendrán muy a propósito si, como viene siendo mi usanza, me descamino en algún momento, lo que implica el estiramiento de las distancias y redunda en un mayor trabajo para los apéndices que lindan con el suelo y cargan con el resto del organismo.
Además, me acompaña un morral de piel (que adopta otros formatos según su encarnación) donde almaceno medicinas y, siempre, uno, dos, tres o cuatro libros, por supuesto en papel, nada de porquerías electrónicas, así me aseguro de su existencia en firme y al peso, a la vez que prescindo de la espinita del nivel de la batería o de cualquier otro ardid sobrevenido durante el empleo del aparatito. Por ejemplo, si se averiara este tren en mitad de la estepa y se cortara el suministro eléctrico, podría nutrirme durante varios días con los volúmenes de mi cartera. Para este desplazamiento me he decidido por la voluminosa novela Siebenkäs, de Jean Paul Richter, a la que acompaña un librito más discreto titulado Sagas artúricas, versiones nórdicas medievales, con prólogo de Luis Alberto de Cuenca, en edición y traducción de Mariano González Campo. Hasta la fecha he paseado este volumen por medio mundo sin que haya superado las primeras páginas, no por falta de interés, sino porque siempre acaece algo que empantana el dedicarle el tiempo que se merece. Veremos si en este viaje termina consumido o de vuelta a la estantería en estado corpore insepulto.
En un bolsillo interior de mi chaqueta duerme, a la espera de su momento, un pequeño reproductor de audio, de los que ya no se fabrican, con una propuesta musical en cuya escucha íntegra invertiría varias semanas. Lamentablemente, la duración del depósito de energía del aparato impide esa posibilidad, para mí tan atractiva, lo que encierra un mal tecnológico. Hasta la fecha encuentro que estos dispositivos lo dejan a uno a las puertas de posibilidades que no se concretan. A menudo, este mecanismo con la tripa repleta de acordes me ayuda a soportar los desplazamientos y, también, a los pelmazos, como este que hoy sufro en el asiento contiguo y que exige que enmudezca (algo que, por cierto, no voy a hacer ni por pienso). «Me parece formidable, llame de una vez al revisor, pero llámelo a gritos, a ver si tiene suerte y asoma el hocico».
[…]
Tras un ligero incidente, desde la soledad de otro vagón continúo el escrito. 
A la incertidumbre propia de cualquier viaje, conviene sumar la circunstancia de un mundo que lanza sus primeras boqueadas con la pandemia del coronavirus. Durante este periplo en tren todo viajero luce una mascarilla que oculta nariz y boca. En un año y medio apenas me he movido de casa. Con dos excepciones, en las que asistí a conversatorios sobre el mundo del libro y la edición.
Ya iniciada la salida rememoro otras que me llevaron por esos mundos. La más lejana en el tiempo me facturó hasta Brasilia para conocer a Samuel, nacido hacía unos meses, natural de mi amiga, poeta, traductora y profesora, Alicia Silvestre. Esa visita, en el verano de 2011, la aproveché para dictar, en la Universidad de la capital de Brasil, tres conferencias, de ciento veinte minutos cada una. El 9 de agosto, de la hora catorce a la dieciséis, lancé una diatriba con el título «La vanguardia española y otras incertidumbres». No contento con tamaña fajina, al día siguiente, en el mismo horario, puse en pie la plática: «Arrabal: el movimiento Pánico en el tercer milenio». Cerré la escaramuza el 12 de agosto con «Chicharro, Molina y Beneyto: el enigma inefable». Apenas custodio en la mollera nada de lo que allí dije, ni siquiera encuentro las notas de las que me serví, pero mi memoria sí retiene la imagen del pequeño Samuel, con unos meses de vida, aupado a la mesa desde la que intervine. También guardo vivo el paso por la catedral de Brasilia, con esa copia, realizada con sable láser, de La Piedad, de Miguel Ángel. Asimismo, visité un templo exorbitante con forma piramidal que, según sus valedores, pretendía emparentar a Brasilia con la ciudad mítica que, en el quinto año de su regencia, ordenó levantar el faraón Akenatón en mitad del desierto. En la sala central del santuario, la luz del día atravesaba un imponente cristal de roca para luego abatirse en una espiral enorme plantada en el suelo. Del esotérico discurso del interior de la pirámide, recuerdo la visión de una pequeña catarata frente a una estatua de Jesucristo tallada en el siglo XVIII. A Silvestre y a mí nos recibieron en la Biblioteca Nacional de Brasilia, en una francachela amigable, un grupo de poetas y traductores acompañados por el director de la institución; en un momento dado entró en liza un maniquí en honor de Pedro Almodóvar; el argumento para la invitación al cuerpo silente, según los allí congregados, fue que este era, como yo, español (supongo que se referían al director de cine, no al muñeco).
La otra salida que me ronda por la cabeza, si pienso en tiradas a larga distancia, aconteció en el año 2017, de la mano de las librerías Cálamo de Zaragoza y Sophos de Guatemala. Bajo ese amparo intervine en «Otra mirada», en la hermosa ciudad Antigua de Guatemala. A mi vuelta escribí sobre la experiencia un texto para la revista La Caja Nocturna. A continuación, repito esas líneas con alguna enmienda y reescritura (actividades imprescindibles en el desarrollo de un plumífero).
Los días 11, 12 y 13 de julio se desarrolló en Antigua, de Guatemala, el III encuentro de librerías y editoriales independientes iberoamericanas «Otra mirada».
Por el costado de España terciaron las editoriales Jekyll & Jill, encarnada en Víctor Gomollón; Páginas de Espuma, manifestada por Juan Casamayor; Pantalia, bifronte con Ana Lartitegui y Sergio Lairla; Olifante, representada por Trinidad Ruiz Marcellán; Julián Lacalle, de Pepitas de Calabaza; Fernando Guerrero, de Abada editores; Libros del Innombrable, con la faz manifestada e inmanifestada del que esto escribe… Ruego disculpen las ausencias, si las hubiese.
Con sus ramificaciones y consecuencias, la visibilidad supone una de las losas en el camino de las pequeñas editoriales. ¿Cómo vencer las dificultades de la distribución y de la presencia en los medios? No existen bálsamos de Fierabrás, pero sí el trabajo constante y la inmunidad al desaliento. La intervención en estos foros representa una buena ocasión para mostrar el catálogo de la editorial, en nuestro caso a veces silenciado, que crece irremediablemente como los erizos durante la primavera. ¿Jugamos con las mismas reglas que otros? Es posible que no. Reconozco que me cuesta identificarme con los desarrollos programáticos de otros editores grandes o pequeños (aunque no siempre), pero esas discrepancias más que asustarme o deprimirme me parecen esenciales para diferenciarme. ¿Qué soy yo si soy el otro? Desde luego, entonces no soy yo.
Al menos una generosa parte de los títulos que ha reunido Libros del Innombrable (más de doscientos, cantidad que, sin ser ni mucho ni poco, convendrá el lector conmigo en que no es «moco de editor») parece difícil que hubieran encajado en otra editorial. No me extiendo con ejemplos para no sofocar al lector, pero lo invito a que curiosee por nuestro catálogo para darme o quitarme la razón.
Los encuentros entre editores y libreros independientes permiten la confrontación de obstáculos, el análisis de habilidades y el diálogo sobre remedios. En este caso, en el de «Otra mirada», la receta se enriqueció con la presencia de distribuidores españoles, como Mónica Díaz de udl, y guatemaltecos, como Raúl Legarre de Vishnu; de libreros, como José Antonio Ruiz de Luces; de autores, de especialistas en el mundo del libro, como Nubia Macías; de editores iberoamericanos, pongo por caso Katz, en el cuerpo de Alejandro idem. La presencia de editoriales no párvulas, como Anagrama, que cuerpo tomó en Silvia Sesé, una estupenda e inteligente compañera, dicho sea de paso, siempre añade una perspectiva que despoja del ensimismamiento al pulgarcito editor.
La posibilidad de conocer de generosa tinta y hechura los aprietos del libro en Centroamérica, en México, en Argentina, para una pequeña editorial española representa una ocasión afortunada, tanto para encaminar futuras estrategias como para reflexionar sobre los compromisos. Los debates del encuentro están llamados a enriquecer y cimentar la solidez de la propuesta editorial de Libros del Innombrable.
Me atrevo a sugerir lo beneficioso de estrechar, una vez más, colaboraciones —comerciales y literarias— entre Iberoamérica y España. Fue descorazonador saber que cuesta más caro el envío de libros de Guatemala a Venezuela, que de Barcelona a Venezuela. Los países hermanos de América deberían despenalizar en sus fronteras el tránsito de libros  para facilitar que también las ideas circulen libremente. ¿O quizá es eso lo que se pretende evitar? España, que en demasiadas ocasiones se ha sentido ajena a lo que sucede en Hispanoamérica, también a su industria cultural, quizá debiera implicarse en la distribución y en el apoyo a la industria del libro de estos países, ya fuera de manera oficial u oficiosa. El escenario adverso y el desinterés deberían revertirse en todas las direcciones.
Con frecuencia, las editoriales independientes, pequeñas o no, se corresponden con una posición que oscila entre lo utópico y las exigencias del mercado. El editor, a menudo alejado del mundanal ruido en su torre de originales y cifras de ventas y devoluciones, necesita salir a la calle, viajar, confrontar su visión con la de otros actores del mundo del libro, respirar aires menos apoltronados: el aire angelical de las librerías, pero también el de lonjas y tabernas. Todo esto aconteció, del mejor modo posible, en el encuentro «Otra mirada».
Los editores no viajan solos. Lo hacen acompañados por sus autores, por los libros que generan a sol y a sombra, por lo que su presencia hace visibles tanto a los «ocultos» como a los más radiantes del catálogo. Así, por mi parte, en Guatemala sonó la palabra Postismo y el nombre de uno de sus creadores, Eduardo Chicharro, junto con Antonio Fernández Molina, Edgar Neville, Fernando Arrabal, Federico González, Maria Wine, Kjell Espmark, Gunnar Ekelöf, Francisco J. Uriz…
Pasión y rigor: el vuelo de los libros, la existencia de las librerías, el esfuerzo de los distribuidores, la perseverancia del editor, todo esto engendra cultura, riqueza, patrimonio inmaterial, conviene no olvidarlo. Fantasía y verdad. Tenemos un idioma en común. ¿Por qué no lo aprovechamos en nuestro mutuo beneficio?
Me resulta imposible rememorar las esperanzas que me acompañaban cuando emprendí las salidas a Brasilia y Antigua. En buena parte por ese motivo arranco con la escritura de este cuaderno.
Durante años la posibilidad de Estocolmo rondó por mi paisaje; bien la salud lo impidió, bien algo en el último momento deshizo la ocasión y la mutó en humo, en polvo, en sombra, en nada. Si a lo largo de mi vida ciertos viajes me alcanzaron sobrevenidos, en este caso primero existió la intención, después, una voluntad manifiesta hacia una empresa que desertaba de mis manos a cada intento; por lo tanto, esta cita con Estocolmo supone para mí el encuentro con un lugar mítico —Troya, Camelot, la Jerusalén Celeste— de cuya existencia comenzaba a dudar; una ciudad que en mi mente asumía trazas de un no-lugar al que remitía cartas, correos electrónicos, mensajes, libros, en el que amigos y autores decían vivir, sin que mi mente discerniera el que ello fuera posible.
El viajero no sabe si debe permanecer en tensión (de hacerlo con mucho ahínco los interpelados pueden tomarlo por un histérico) o si, por el contrario, le conviene una conducta sosegada para que los hechos adopten una condición natural y orgánica. Una excesiva comezón deviene en rigidez, lo que implica un mal terrible para expresarse en público. La relajación sobrada, por otra parte, puede interpretarse como desidia o falta de preparación de un material que el viajero ha trabajado durante horas, en busca del justo equilibro entre el contenido, el tiempo del que dispone y una cierta amenidad. O sea, que el viajero, como casi siempre en la vida, no sabe.
Entre los muchos indicios de esta visita anunciada, deseo referirme a la ligazón con San Jorge. El lugar del que parto, como ya sabe el lector, no es otro que Zaragoza, capital de la comunidad de Aragón, de la que es patrón San Jorge; así las cosas, cada 23 de abril se conmemora su protección al tiempo que el Día del libro. El filósofo y amigo Andrés Ortiz Osés, en conversación con José Luis Acín para el libro Los nuevos ilustrados, en 2007, dijo: «Yo diría que en Aragón no veneramos tanto al héroe clásico (San Jorge) como al dragón, sí, Aragón es más “dracontiano” que Castilla o Cataluña, hasta el punto de que el Reino de Aragón era el Reino del Dragón (D’ragon), cuyo emblema ostenta algún monarca aragonés».
En la catedral de Estocolmo se eleva un altar dedicado a San Jorge. Allí figura el santo en singular combate con un dragón, en una escultura hecha de madera de roble y cuerno de alce, ya fuera de propia mano o del taller de Bernt Notke, artista del gótico tardío. En 1471, Stern Sture el viejo confió su ejército, que se enfrentó al danés en la batalla de Brunkeberg, al amparo de San Jorge. Como hubo triunfo en la contienda, hubo después altar con figura inaugurada en la víspera de Año Nuevo de 1489. El culto a San Jorge, según los especialistas, gozaba de gran popularidad en Escandinavia. El historiador de arte Jeffery Chipps Smith afirma que cada 10 de octubre, fecha de la victoria, se extraía del conjunto escultórico la imagen del santo para guiarla en procesión hasta donde sucedió la batalla, en las afueras de Estocolmo. Suponemos que esa suerte de «romería nórdica» prescribió con la implantación del protestantismo. El honor de conservar el casco del santo dragofóbico le corresponde a la ermita de San Estaban de Nogales, en la provincia de León.


Viaje a Estocolmo, de Raúl Herrero (Libros del Innombrable: 2022). ISBN: 978-84-17231-36-1.

Si desea saber más sobre Viaje a Estocolmo:
https://www.librosdelinnombrable.com/producto/viaje-a-estocolmo/


Si desea saber más sobre Raúl Herrero:
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