En recuerdo de Josep Soler i Sardà (1935-2022)


Josep Soler. Fotografía de Luis Vidal

En la madrugada del 8 al 9 de octubre de 2022 se ocultaba Josep Soler Sardà, compositor, filósofo y amigo, con el que tanto hemos querido, trabajado y aprendido. A modo de homenaje a su memoria recapitulamos sus publicaciones en nuestra editorial. 



En el año 1999 publicamos su volumen Otros escritos y poemas (ISBN: 84-930025-9-3) donde se incluyen los ensayos: «La estética de la música en Schoenberg», «Nacimiento del lenguaje musical de occidente», «Brahms-Mussorgsky» y los poemas en prosa «Marilyn» y «Creación».

Para más información sobre Otros escritos y poemas:





En el año 2003 apareció en nuestra editorial Nuevos escritos y poemas (ISBN: 84-95399-42-3). El volumen se abre con el ensayo «Sobre el tiempo y la música». A continuación Soler demuestra su prolífica carrera en el terreno de la ópera en un extraordinario texto donde comenta y relata las diversas peripecias, vivenciales y musicales, que le han llevado a componer sus creaciones operísticas. Cierra el libro el poema en prosa «Kom- Ombo» y el texto que le ha servido de soporte para su ópera de cámara El misterio de San Francisco.


Reproducimos un fragmento del ensayo «Sobre el tiempo y la música»:

…la mente del mundo: así, la primera consideración que conocemos, procedente del área que irradió –y aún lo hace– la luz más brillante y exacta (si esta palabra puede usarse como concepto), sobre qué es el ser y el pensar y qué cosa sea aquello (el Qué o Quién) que piensa, fue esta afirmación que confunde y hace unos a dios y la mente del mundo, a dios y el pensar y pensar, nos asegura un poco más tarde Parménides, es lo mismo que ser: así dios y ser son la misma cosa.
Toda la elaboración, larga y de una riqueza aún inagotable, sobre el pensar y el ser que, por razones prácticas la iniciamos con Tales (ca. –640 ), oscila alrededor de estas dos palabras y de ellas, la esencial, que de alguna manera, a pesar de su igualdad y ser lo mismo, «antecede» a la otra, es el ser. «Es» y sobre esta afirmación, recibida como un algo semejante a una revelación  divina, un don supremo (es la «diosa» la que lo descubre a su joven visitante, en la «sobrenatural obertura» del poema de Parménides –en palabras de Werner Jaeger–), es  sobre la que se construye la enorme columna lógica del poema de Parménides (ca. –515 / 510 ) y los fragmentos que nos han llegado de los otros dos eléatas: no aparece en el Poema una teoría del tiempo aunque del ser se afirma, lógicamente, que no tiene comienzo ni fin, es inmóvil, es ahora, todo a la vez, uno, continuo… el tiempo, para él es, precisamente, la carencia de tiempo.
Pero al hablar de la vía de la verdad, la diosa dice: «… es lo mismo por donde comience, pues volveré allí de nuevo, con el tiempo…».
Retornar, volver de nuevo,  «con el tiempo» estas son funciones musicales; la fuga es un retornar a la base y fundamento de ésta: al tema; y una obra del siglo  XIV, de Guillaume de Machaut, bien conocida, tiene por título Mi fin es mi comienzo. Toda obra musical es la expresión de una función del tiempo –hemos ya hablado de esto muchas veces– pero insistimos en que la circularidad del tiempo, su retornar a un comienzo que no sólo es inicio sino también punto de inflexión, quizá cesura, para reiniciar la operación y si ello fuese posible –humanamente posible– reiniciarla incesante, sin fin, esto sería y es una función que la música posee  por su misma esencia.
Si es poseedora de forma, esta estructura tiene un contorno espacial y de allí temporal, pero su forma, por el hecho de tenerla –y esto lo exige su propia manera de ser y es la única posibilidad de que el oyente pueda aprehenderla como tal– exige un futuro en el que desarrollarse y un presente en el que se manifieste y exige, asimismo, un pasado que la substente (como tal en su propio espacio y en la memoria de aquel o aquellos que la hayan podido comprender y del que pueda recordar y considerar su función formante y substentadora) y, de este pasado, pueda extraer su propia existencia: y este pasado tiene que manifestarse, tiene que renacer, de alguna manera, mezclando aquello que fue con lo que ahora es y después, por la voluntad creadora, será, para poder ejercer su función de dar vida al presente y al futuro que, de alguna forma, ahora lo está fecundando convirtiéndose, en cierto aspecto, en un presente.
Y este renacer es un retorno, un volver a comenzar que, de  una u otra forma deberá afectarla y deberá torcer su ser y le obligará a reaparecer, semejante a sí mismo y objeto que engendra nuevas manifestaciones de sí mismo, otras, pero siempre arrancadas de su ser inicial y básico.
Dios es la mente del mundo; pero, nos parece, Dios sólo puede pensar una sola cosa: y esta sola cosa es Él mismo; su perfecta unidad que es su mente, si estos conceptos tienen algún sentido, sólo pueden, deben, permitirle pensar su perfecta unidad que es ésta y sólo ésta, es decir, Él mismo.
Así, su pensar sería Él, en Él sumergido y Él es aquello que opera, que es Él mismo; el mundo, así, es Él mismo.
La forma del mundo, la Naturaleza, en mayúscula, es como una «partícula» de la substancia divina, hipostasiada en sus infinitas e innumerables manifestaciones, número trascendente a cualquier número, que, amparada por el tiempo, y en él descansando y objetivándose para ser contemplada y vivida por las mentes, que a imitación de la mónada original, la «primera mónada» o «unidad primera» (aquella de la que los pitagóricos harán derivar los números divinos), todo lo contemplan –o, por lo menos lo intentan en sus posibilidades físicas, lógicas y temporales–, pues, desde que «dios es dios»,  su pensar y sus obras son una misma cosa y ésta pertenece a su misma esencia y con ella es una misma cosa.
Pero el hombre o cualquier ser pensante, alejado de la verticalidad, centrada en un punto matemático intemporal en el que «reside» la esencia divina, «horizontalizado» por el tiempo, ejerce su operación construyendo formas y estructuras y en ellas deposita su ética y su arte, semejantes ambos por la base que los ampara y substenta y les da sentido lógico, por lo menos para los humanos o seres semejantes.
Pero la forma madre, la forma del prototipo ideal, confundida esencialmente con el «pensar» del dios, carece precisamente, por su infinita omnipresencia, de «forma»: sólo al ser proyectada, inyectada por la operación platónica de la epifanía (sea de un objeto ético, artístico, matemático, etc.) adquiere una configuración que la delimita como forma y, sólo en el tiempo, y sumergido en esta dimensión, puede ser aprehendida, considerada como «forma».
Nos atreveríamos a considerar una determinada analogía que ya señalamos en otro momento: el Sexto teorema de Gödel (en su célebre comunicación de 1930/31) dice que los sistemas formales siguen siendo siempre incompletos; es decir, la forma que el ser pensante puede ver y analizar siempre topa con una incompletud final. Y una de las Formas en las que se hipostasía el pensar divino  es el conjunto de sistemas, reglas, «intuiciones», que configuran la teoría musical y dan consistencia y sentido a la obras musicales, desde los organa  de Limoges y Santiago de Compostela, hasta las Cantatas de Webern, pasando por las fugas de Bach, las sonatas de Mozart  o las óperas de Wagner y Puccini.
En música todo es forma, pero sus sistemas formales, quizá por analogía y seguramente por ella –y así lo creemos– son siempre incompletos; algo impide cerrar el círculo y algo impide que su absoluta completud sea real y exacta: la angustia de lo incompleto, de aquello que no puede llegar a ser ni a semejarse, absolutamente, al modelo divino, pervierte la obra y la envenena, en cierta manera, de aquella especial angustia que siempre aparece en la obra de arte humana: en ella se consuma una frustración final y en ella se deposita el deseo de llegar a ser y la seguridad de que esto jamás se podrá consumar: en el futuro conseguirá nuevas «formas» y nuevas manifestaciones de su manera de ser y en el pasado, visto ya con la mirada fugada hacia atras podrá desvelar aspectos que no se pudieron manifestar y otras visiones y otras caras que «entonces» no nos miraron; pero este retornar, hacia adelante y hacia atrás, siempre se substenta en la angustia de no poder nunca llegar a ser exactos, en las formas de nuestras obras, a su divino original y por el saber que siempre su imagen se verá torcida, curvada por esta fuerza tan débil, tan débil que muchos parecen no saber de su existencia ni pueden apreciar su incesante operar, más débil que una gravitación, débil en extremo pero que aglutina y conserva dentro de sí la totalidad del Κοσμος, que influye en la consciencia y en el mover de la pluma y las mentes que la manejan, pero que por su misma infinita debilidad se hace, quizá, aún más patente.
Y en esta incertidumbre, de ambigüedad siempre irreparable, descansa el mecanismo que mueve al hombre para crear, para «copiar» el modelo divino, y para manifestar, a su través, y en su obra, su pregunta angustiada del porqué esta extraña operación en  que parece que el dios se «alarga» en la dimensión temporal y allí pierde una parte de su sentido; con el tiempo, y en él,  se vuelve poema, música, teorema… y éstos, siempre, siempre, se hallan envueltos, implacablemente señalados, por una incertidumbre, una carencia, una incompletud imposibles de evitar, barreras siempre presentes, si así puede decirse, por su misma y esencial necesidad y por la operación, el acto que, en su «momento», Él inició.
Como si esto perteneciera, asimismo, a la esencia divina; como si el dios, al conocer el tiempo, se autolimitase, se crease imposibilidades que parecían ajenas a su propio ser; no era ni es «número» pero sí fundamento de éstos  y en Él se estructuran las Formas que se entregarán en el acaecer del tiempo, las Ideas madres que, dentro del tiempo, los hombres y los seres pensantes sabrán recibir como modelo y sabrán así objetivarlas.
El dios es la mente del mundo y, seguramente, el mundo, la Naturaleza, palabra que inicia y fecunda todo el pensar de Occidente, es el sueño del dios que sueña su sueño y al pensarlo sólo sueña, sólo se sueña a Sí mismo; dios, mente y mundo  son una sola cosa porque en sus manifestaciones sólo puede ser Él mismo, contemplado en Sí mismo.
Es «un desierto lleno de visiones…», de rostros que tratan de aceptarlo y en Él poder entrar, y que, recibiendo sus dones, vienen a ser espejo que se abre al  paso de  su camino y en el que Él se puede reflejar como si en ellos, es sus bocas que se abren sin poder hablar, balbuceantes, pudiera decir aquello aún no dicho y en sus ojos que, ciegos, están mirando con grave esfuerzo, pudiera mirar aquello aún no visto; porque en ellos hay –ha–, depositado el tiempo, y en el tiempo escucha, ve, dice, todo aquello que, cuando aún «no era» humano, aún no había podido decir: es la Mente del mundo, pero en la rara imperfección del Mundo halla su unidad rota por el tiempo, y en el Mundo parece complacerse viendo y escuchando aquello que desde la preeternidad no pudo oír ni pudo ver; Él es la Mente pero el Mundo es el espejo que le desafía y quizá le muestra lo que no debió ver y aquello que quizá no debió escuchar.

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También en 2003, en la colección Sarastro, apareció Josep Soler i Sardà de la vocación al oficio (ISBN: 84-95399-48-2), un trabajo escrito por Joan Cuscó que incluye una entrevista con el maestro Soler.

Del apartado que supone una entrevista de Cuscó a Soler incluimos el siguiente fragmento:

La composición de óperas ha sido una constante de tu producción musical y también un hecho inusual en nuestro país. ¿Qué papel ha tenido la creación de óperas dentro de un trabajo de composición donde se persigue la construcción de un lenguaje musical que permita abrir el camino de la evolución de las artes?

Antes he hablado ya de mi relación, básica y esencial, con la ópera, pero quisiera concretar algunos puntos ya que el tema es de importancia excepcional para mi trabajo y mi concepto de la música y sus especiales características.
La ópera es la instauración, física, visible, de aquellas vivencias que la humanidad necesita para enfrentarse a la existencia y sus arquetipos esenciales, vida y muerte; el teatro, el cine, la televisión, cumplen efectos parecidos, pero la ópera (antigua de más de cuatro mil años  pues comenzó como teatro litúrgico en Egipto y de allí pasó a Grecia cuyo teatro trágico es ya una inmensa representación operística) se creó, renació  de nuevo, en occidente (después de expresarse y mantenerse en el teatro litúrgico medieval), en la Italia del siglo XVII; ahora seguimos sus tradiciones y sus formas esenciales y a ellas hemos incorporado una cierta evolución musical e ideal que ha ampliado sus contenidos aunque la base y el fondo siguen siendo los mismos.

¿Podríamos decir, pues, que la ópera es el espacio más apropiado para conjugar drama y música: la vida y el arte en un cierto sentido wagneriano de «obra total»?

Sí, es una obra total y ya lo era en manos de Peri o Monteverdi, en especial en las tres obras maestras que nos han quedado de este último: lo sagrado y lo profano, vida y muerte, presente, pasado y futuro, se expresan a través de la palabra, el canto, la danza, los colores, la decoración; Wagner insistió con gran fuerza en ello ya que la ópera se había degradado por la fuerte influencia de la Italia del siglo XIX olvidando, en gran parte, sus orígenes y motivaciones (por mucho encanto que tengan algunas de  las obras de la ópera italiana, de Rossini en especial); después de Wagner, nadie, seriamente, ha podido olvidar tanto su «restauración» como el toque de alerta sobre qué es la ópera y qué es lo que debe y deberá ser en un próximo y, quizá, lejano futuro.
Visto ahora, con una determinada perspectiva, es evidente que todas las grandes aportaciones al género, del XVI al XX, han tenido presente la idea rectora y básica de qué cosa se pretendía en  la creación de lo que se llama «ópera»: de una manera periódica, sea con las obras de Mozart , Beethoven y Wagner, sea en Francia, con Berlioz y más tarde con Debussy, sea en Rusia, Hungría, Italia,etc., siempre ha habido el toque de alerta por la degradación de la ópera o del drama musical y se han hecho inmensos y profundos esfuerzos para establecer, como ahora podemos bien  constatar, la lectura correcta de lo que fue la tragedia griega y su factor trascendental y humano como coagulante del pensamiento moral del espectador.
El olvido de  la ideología que substentaba las obras de los trágicos griegos –y de Séneca en Roma– se podría comparar, en muchos aspectos, al olvido de la noción del «ser» y su nueva introducción en el pensamiento de occidente –bajo la grave advertencia de Heidegger– y es semejante a lo que en el arte musical, dramático e ideológico, significó –y aún lo hace–, al gesto de los italianos de finales del siglo XVI y comienzos del XVII: como curioso paralelo, Monteverdi y Heidegger, en este caso, van de la mano.
Pero los autores, Monteverdi, Cavalli, los que iniciaron este «renacimiento», fueron conscientes de lo que significaba el drama musical como retorno al hecho de la tragedia griega y todo aquello que ésta significaba; de Rameau a Berg, pasando por Gluck, Verdi, Mussorgski, Strauss, Bartók o Schönberg, todos han sido conscientes de este hecho y todos se han sentido portadores y seguidores de esta especie de hilo histórico –que ahora sabemos se inició en Egipto– y alcanzó su pleno sentido en la Grecia de Pericles para seguir, posteriormente, su largo y accidentado camino hasta nuestro tiempo.
Pero también hay, en la actualidad y de nuevo, un gran malentendido: ópera no es exibición de voces ni un acontecimiento social ni de escándalo: es y siempre debe ser  una acción trágica –o alegre–, pero siempre  de la máxima seriedad y así, tan sublimes son Gianni Schicchi, La Hora Española, Parsifal o Boris Godunov y tantas otras de carácter muy diverso en apariencia; todas ellas tienen algo en común: lo elevado de las intenciones de sus autores y el querer ser escuela de costumbres y moral para quien las considere en profundidad.
Es por esto que pensamos es una lamentable moda –y queremos creer que pasajera– la violación constante que se está haciendo en todo el mundo, (y en nuestro país, como pura imitación) de las indicaciones escénicas, el lugar y época de la acción señalados por el compositor y el texto literario; sería largo de discutir si se debe –y cremos que ciertamente era correcto– admitir las lecturas que en tiempos de Mozart, como espléndido ejemplo, se hicieron de sus obras mitológicas, griegas, romanas o egipcias, pero hay muchas formas de significar una época, unos vestuarios o una decoración y lo que ahora está sucediendo, con la sistemática destrucción y, repetimos, violacion, de todas las indicaciones –de todo tipo– del texto y de  las intenciones del compositor, no tiene nada que ver con las maneras cómo se representaba la Roma imperial en tiempos de Monteverdi, la Grecia clásica en éste o en Gluck y Rameau o cómo podía ser el espacio imaginario de La Flauta Mágica tal como lo imaginaron cuando su estreno en 1791; o, por citar un ejemplo que creemos único en su manera de llevar al límite cualquier tipo de posibilidades y con una calidad absoluta: las escenificaciones de los dramas de Wagner realizadas por su nieto Wieland Wagner en Bayreuth, de 1951 al 1966, y también las que éste hizo de otros autores como Berg, Verdi, R. Strauss en otros teatros (Salomé y Aida, eran, en especial, espléndidas, respetando siempre las intenciones de sus autores).
Cuando en 1986 se representó en El Liceu Edipo y Yocasta pude asistir al estreno escénico (la obra se había cantado ya como oratorio, en 1974, con Martha Mödl como protagonista), por vez primera –y última–, de una de entre la larga lista de óperas que se comenzaron a escribir en 1960 sin que, hasta el momento, haya aún concluído el ciclo; Edipo es la tercera de esta lista y tanto Agamemnon (1960) como La Tentation de  Saint  Antoine  (texto de G. Flaubert, 1964) fueron precedidas de múltiples ensayos, falsos comienzos, etc. En la primera y en la tercera los textos son de Séneca y desde los comienzos –más o menos conscientemente– y ya seguro de qué es lo que pretendía en la obra de Flaubert, se inició con ellas –y algunos de los fragmentos precedentes– una línea que liga todas estas obras y forma con ellas una unidad de concepto y de intención; algo parecido –y salvando las evidentes distancias– con la obra de Wagner que, desde El Holandés Errante hasta Parsifal, engloba todas sus obras con una idea básica y con un denominador común a todas ellas: la organización, la preparación para la llegada, la presencia –que se puede epifanizar del modo que se quiera o que la realidad imponga–, de un «salvador», o una «salvación»; algo o alguien que redima y salvifique la aventura humana en su largo y tortuoso camino en la búsqueda de este peculiar Santo Grial que es el conocimiento, la consciencia del Ser y la relación personal, única e intransferible, con Éste, desligados del opio político y de las religiones que, en relidad, con sus estructuras de poder y control, cierran el camino a cualquier avance total, complejo y verdadero.
Este representar una «acción salvadora» y, por qué no,  trascendente, implica, asimismo, que la expresión escénica y visual de este acaecer, se mantenga en el mismo nivel que la música intenta y pretende poseer y, para conseguirlo, la unión entre compositor y escenógrafo debería ser total y absoluta. De hecho, como ideal, ambos deberían ser la misma persona.
Pero actualmente, por esta falta de coherencia y comprensión, se está derivando, con resultados grotescos y a menudo repugnantes, hacia unas perversiones en las que cualquier relación entre escena, voces y música ha desaparecido: el factor económico parece que está detrás de  este estado aunque la necia vanidad de tantos directores de los grandes teatros  y la ignorancia de los asistentes que –las más de las veces– sólo pretenden asistir a grandes espectáculos que les recuerden los más espectaculares films de catástrofes, también empuja y condiciona con gran fuerza hecho tan lamentable.
Sólo la distinción clara y exacta entre televisión, cine y ópera podrá remediar esta circunstancia: imaginar que en un teatro de ópera se puede representar y manejar algo semejante a los decorados, el ritmo y las imágenes envolventes de espectáculos como –espléndido ejemplo– los cuatro films sobre Alien o una puesta en escena de sucesos históricos como en la Cleopatra de Mankiewicz o la visualización de la música en la primera Fantasía tal como lo hizo W. Disney, esto es un disparate; cada cosa exige su peculiar técnica y su peculiar espacio y la mezcla indiscriminada –técnicamente imposible e innecesaria– de elementos tan dispares  da sólo resultados asimismo imposibles e innecesarios.
Wagner, en su Obra de Arte del Futuro (1849) escribe que «…es imposible exponer, a fondo, la inmoralidad, la inconsistencia y la infamia de las relaciones de nuestra  actual vida musical con el público…»; los que mueven dinero para organizar conciertos o administrar un teatro de ópera (dineros públicos o privados pero con una gran presión por parte de las instituciones oficiales sobre cómo administrarlos y nunca por razones estéticas o de calidad artística) saben muy bien  lo fácil que es manejar a los espectadores  y romper con ello, siempre, la cuerda por el sitio más delgado. 
Las palabras de Wagner, quejándose de la situación de los teatros de ópera en su momento, son válidas en la actualidad y a un nivel aún más complejo tal como lo permiten , hoy día, las relaciones, no sólo en el acto mismo de la representación sino también por todo lo que de  ella  se deriva: grabaciones para TV, radio, discos, intercambios (que son los que mueven prácticamente todo el aparato  institucional y económico, etc.); esto condiciona las formas de actuar de los administradores de un modo casi inexorable y nunca a favor del lado artístico y de auténtica calidad.
El futuro de la ópera no es, precisamente, muy esperanzador, pero lo fascinante del espectáculo quizá obligue, por su misma naturaleza, a enfocar este espectáculo con un nivel de seriedad y ética que, en nuestros momentos , es muy difícil de detectar en parte alguna.

Para más información sobre Josep Soler Sardà de la vocación al oficio:





En el año 2006 Josep Soler dio prólogo a Lieder de Wolfgang Amadeus Mozart (ISBN: 84-95399-74-1) con traducción de Alicia Silvestre. En su texto Soler se preguntaba: «¿Qué quería saber o qué cosas buscaba esconder Mozart al escoger los poemas de sus lieder? Porque allí donde una música maravillosa se mezcla entre los versos de sus canciones, allí surgen llamadas angustiosas, preguntas que no serán nunca respondidas y paisajes llenos de flores y avisos de primaveras que, quizá, nunca podrán abrirse mientras sus perfumes se pierden entre las evocaciones de besos olvidados —o puede que demasiado recordados— y abrazos que nunca se repitieron…».

Para más información sobre el libro:



En 2007 publicamos la traducción de Josep Soler de Los nombres divinos y otros escritos, de Pseudo Dionisio Areopagita (ISBN: 978–84–95399-78–6)

El volumen incluye una extensa introducción del maestro Soler de la que reproducimos este extracto:

Trabajamos con conceptos incomprensibles, heterogéneos a nuestro pensamiento pero, al mismo tiempo, válidos como estructuras de conjunto para establecer la expresión de una experiencia o una composición ideal. Pero estos conceptos los formulamos y los intuimos como intuición fundada en la raíz inicial: la esencia se escapa y por su misma aprehensión —de ella—, se nos hace incomprehensible, mas, la base, el grunt primordial, resuena misteriosamente al unísono de unos enun­ciados no descriptibles mas no por ello absolutamente ajenos a nuestro nivel del pensar.
Decimos «Dios» y algo irracional, pero «ya conocido», he­cho ya vivencia anteriormente, se abre —se patentiza, latente en el fondo y excitado por la pronunciación de la palabra—, como factor real, sin demostración ni comprobación, mas no por ello menos presente: el manantial halla su raíz en el desierto heterogéneo.
Pero este punto de contacto por el cual nos hallamos ya «en el principio», como conocedores irracionales, sin cono­cimiento, se consuma en lo más profundo del alma, en el fondo (grunt), allí donde reside la «pequeña chispa del al­ma» (vünklin der sêle), allí donde la confusión (en el Libro de Hieroteo, supuesto maestro de Dionisio —sobre éste, vid. infr.— será la αναχρασις, inmisión, disolución, tras­cendente a la unión; vid. Haussher, I., L’influence du «Livre de Saint Hiérothée», págs. 192-193) de ésta con la esencia divina es absoluta y real: quien intuye por nosotros es la misma Deidad; somos la viviente αναμνηαις —reminiscen­cia, recuerdo—, de Aquél que no vive ni recuerda: en el tiempo medimos su energía, su potencial y en él lo manifes­tamos (vid. Proclo, Elementos de Teología, prop. 54).
...«a menudo he dicho que existe en el espíritu una po­tencia que, ella sola, es libre. Había dicho que es un guar­dián del espíritu y una luz para éste, a menudo he dicho que es una pequeña chispa; mas ahora os digo: ni es esto ni es aquello sino que es algo que está más allá de esto o aquello así como el cielo lo está de la tierra... este algo está libre de cualquier nombre, desprovisto de forma... absolutamente uno y simple, tal como Dios es uno y simple...; dentro de esta potencia de la que he hablado y en la que Dios y el espíritu que está en Dios florecen y maduran con toda su divinidad —dentro de esta misma potencia el Padre da a luz a su Hijo único, tan verdaderamente como dentro de Sí mismo, ya que Él vive verdaderamente en esta potencia, y el espíritu da a luz al mismo tiempo que el Padre a este mismo Hijo único y a Él mismo, al mismo Hijo, y es el mismo Hijo dentro de esta luz y Él es la verdad.
¡Vedlo, notadlo bien! Tanta es su simplicidad y unidad —por encima de toda modalidad—, de este pequeño castillo interior del alma... que esta noble potencia de la cual os he hablado no es digna de mirarla aunque sea un solo instante, ni tampoco la otra potencia de la que os he hablado —y en la que Dios arde y se está quemando con toda su riqueza y todas sus delicias—, osa jamás mirarlo; tan en verdad es uno y simple este pequeño castillo interior —tan por encima de cualquier modo y de todas las potencias es esta única uni­dad—, que jamás potencia ni modo alguno, ni Dios mismo, pueden mirarlo. En verdad, y tan verdad como Dios vive, que Dios mismo no lo penetrará jamás un instante, ni jamás lo penetrará con su mirada, en cuanto Él posee un modo y las propiedades de sus Personas. Esto se comprende fácilmente ya que este don único carece de modo y propiedad. Y por ello, si alguna vez Dios puede verlo y penetrarlo será despo­jándose de los nombres divinos y de las propiedades de sus Personas. Le es preciso dejarlo todo afuera para que su mirada pueda penetrarlo. Le es preciso ser el Uno con su simpli­cidad, sin ningún modo ni propiedad, no siendo —en este sentido—, ni Padre, ni Hijo, ni Espíritu Santo, siendo, sin embargo, un Algo que no es esto ni aquello.
Ved: según que Él es uno y simple, puede entrar en este uno que yo llamo pequeño castillo interior del alma; de otra forma no puede entrar y sólo así puede penetrar y allí morar. Por esta parte de su ser, el alma es semejante a Dios, y no de otra forma...» (Eckhart, sermón Intravit Iesus in quoddam castellum).
Esta divinización del «centro» del alma, transformada y esenciada en Dios, se consuma de una manera indecible y esencialmente irracional: ...«Y lo que Dios comunica al alma en esta estrecha junta totalmente es indecible y no se puede decir nada, así como del mismo Dios no se puede decir algo que sea como Él, porque el mismo Dios es el que se le co­munica con admirable gloria (de) transformación de ella en Él, estando ambos en uno... porque... así se difunde esta comunicación de Dios sustancialmente en toda el alma, o por mejor decir, el alma se transforma en Dios, según la cual transformación bebe el alma de su Dios según la sustancia de ella...» (Juan de la Cruz, Cántico Espiritual, CanciónXXVI, 4 y 5).
Esta transformación es unitaria y esencial: ...«Dios y yo somos uno. Lo recibo por el conocimiento y lo penetro por el amor» (Eckhart, sermón Iusti vivent in aeternum); pero también podríamos decir que por su conocimiento somos recibidos, asumidos, y por su amor somos penetrados, y así engendramos; todo es «nacer» y mecanismo de «nacimiento»; la epifanía del Verbo se consuma con la unión mística —el incesto divino—, del Padre engendrando y amando al Hijo y produciendo el fruto del Espíritu, mas, al mismo tiempo que al Hijo, me engendra a mí y a todo el universo: ...«ya he dicho muy a menudo que Dios crea todo el universo, en­teramente, en este mismo instante; todo lo que Él creó hace seis mil años o más, cuando creó el mundo, lo crea ahora en un instante: Dios está todo en todas las cosas, pero en cuan­to es deidad e inteligencia, está propiamente en lo más ín­timo del alma, allí donde jamás penetró el tiempo ni imagen alguna; allí, en lo más íntimo y lo más sublime del alma, Dios crea el universo entero...» ( Eckhart, sermón Praedica verbum).
La pronunciación del Verbo es al unísono de su engen­dramiento y al unísono de Él se engendra el alma y el mundo; así el Verbo es la pre-condición del ser y el tiempo; ambos se fecundan y se penetran mutuamente; sólo el Padre en­gendra, mas el Hijo condiciona y —dice Eckhart—, adverbía las condiciones para la existencia del mundo, mientras que el Espíritu es el horizonte a que tiende y obliga la ecua­ción que establecen las dos primeras hipóstasis: hacia «ade­lante», el horizonte es el Paráclito.


Para más información sobre Los nombres divinos y otros escritos:






En el año 2010 Libros del Innombrable publicó la recopilación de estudios sobre la obra de Josep Soler: Josep Soler i Sardà. Componer y vivir (ISBN: 978-84-92759-26-2) donde escriben Agustí Bruach, Cèsar Calmell, Joan Cuscó, Diego Fernández Magdaleno, Josep Soler, Joan Pere Gil, René Leibowitz, Ángel Medina, Teodor Roura y Leticia Sánchez de Andrés.

Para más información sobre Josep Soler Sardà. Componer y vivir:





En el año 2011 publicamos el ensayo de Josep Soler Música y ética (ISBN: 978-84-92759-42-2) con prólogo de Joan Pere Gil Bonfill. El volumen comienza con estas páginas:

I
No parece que la Ética haya sido un motivo de especial interés para la musicología: datos, fechas, números, catálogos; esto ha fascinado a los musicólogos en general (y ciertamente son detalles y circunstancias muy importantes); pero lo que hay o se supone hay o ha habido detrás de estos datos, fechas y números, detrás de las vidas de los compositores, intérpretes, asociaciones musicales, etc., esto no parece que haya tenido especial incidencia para sus intereses y en sus estudios y publicaciones no encontramos casi nada sobre lo que pudo ser su pensar y su ideología; este vacío se acostumbra a llenar, del peor modo posible, con el más delicado y peligroso de los géneros: la novela histórica.
Pero la música no se hace sólo y únicamente con emociones y sentimientos; es la idea y el estilo con que esta idea se objetiva y se estructura —se organiza— lo que permite a la música el que pueda tener entidad y vida propias y pueda llegar a los más extremos límites de la emoción y la fuerza expresiva; pero la idea y el estilo que la substenta, su organización como tal y la manera con que se nos entrega y el fundamento que es su cimiento y razón y le da fuerza y vida para que podamos recibirla y hacerla nuestra, sólo puede vivir si, junto a su organización está la Ética que la justifica y el sentimiento y la necesidad que tiene el artista, sea cual fuere su arte, de realizar y entregar únicamente aquello, aquellas obras, que son moralmente adecuadas a su consciencia y con las que mantiene una afinidad electiva y categórica: son porque son buenas y son buenas porque son y pertenecen al reino en que bondad y belleza se confunden. 
Y es en lo más profundo de nuestra consciencia y nuestra necesidad interior, y sólo allí, donde encontramos y debemos encontrar los imperativos que nos deben guiar; no en el exterior de escuelas y modas ni menos en las opiniones de iglesias, sociedades y opiniones personales (aquellas «...opiniones de los mortales, en las que no cabe la verdadera confianza...» como ya advirtió la Diosa sin nombre al joven Parménides).
Esto y precisamente esto es lo más importante y quizá lo más esencial, para quien quiera conocer y aproximarse al fenómeno musical de un momento o época o a un determinado compositor: detrás de una obra y su estructura técnica, musical y estética, está la ética que ha permitido crearla como tal y, asimismo, el impulso interno, perteneciente al ámbito de la moral que es quien la ha, en verdad, engendrado en y dentro del compositor, la ha justificado frente a su consciencia y, con ella, le ha abierto las puertas para su existencia, su «vida».
Reducir un estudio musicológico, un ensayo, una tesis, al nivel sólo de datos, de referencias «históricas», aun siendo muy importante —esencial desde un determinado ángulo y asimismo, absolutamente necesario—, reducirlo sólo a esto, es cerrar el camino al siguiente nivel, aquel que es el que debemos tratar —con  obstinado esfuerzo— de conseguir y al que, para acceder, debemos emplear todos nuestros trabajos; insistir sólo en el efecto local, en la definición de dónde está situada la obra y de qué manera es ésta, cuantificarla como objeto, es un comienzo absolutamente propio y exacto, pero después debemos ansiar conocer qué se halla encerrado en ella, qué cosa nos puede entregar como «objeto» que a nosotros nos ha llegado y es nuestro y, también, algo quizá en cierto aspecto imposible pero a lo que hay que tender con todo nuestro esfuerzo: conocer, tratar de conocer, qué impulso interno, qué aviso es el que ha recibido el compositor para «organizar» su obra, cómo él ha respondido a este requerimiento y cómo esta difícil respuesta se objetiva en la obra de arte.
No hacerlo es obstruir el paso a la sangre que corre dentro de la obra y en ella no puede quedar encerrada teniendo, por necesidad absoluta, obligación de surgir y mostrar qué es aquello que está ínsito en su interior y aquello que se esconde y debe manifestar en el extraño misterio de su ser, en el vientre, en lo más recóndito del castillo, si se quiere, de la obra de arte.
Hablar de filosofía, del pensamiento, de la base estética y moral que guía al compositor no es un trabajo inútil y perdido, no es una estéril divagación (en el mejor de los casos) ni una intrusión en los campos estrictamente (supuestamente) delimitados de la musicología (también en el mejor de los casos): en el peor sería que esta divagación y esta intrusión se realizaran con un nivel intelectual tan bajo e insuficiente que justificara las advertencias en contra, la agresividad y el desinterés de los historiadores, ensayistas y musicólogos que se sientan afectados.
Pero tenemos que creer que esto no siempre ocurre: los errores, ciertamente, se encuentran en uno y otro de los dos campos; en ambos la insuficiencia del comentario, la estrecha visión con la que se contempla el objeto que se pretende estudiar, el insuficiente «atrevimiento» que no permite acceder al interior de la obra y su autor, son y están —han estado— presentes y quizá en muchos casos, inevitables. Pero por ello, precisamente, debemos olvidar e intentar superar estos errores sin descuidar la insistente exploración del camino, de ambos caminos, y la obstinada búsqueda de las difíciles profundidades que se esconden, reptan, si se quiere, debajo de estos dos campos.
Tratamos pues de incidir en un estudio —una meditación— sobre la ética en la música y en el porqué de su presencia y vital importancia e influencia en ella, como técnica para poder escribirla y como impulso creador (como presencia de lo «espiritual», es decir, de la base que espera, que está al acecho de las iluminaciones que permiten su llegada y que substentan la espiritualidad, del tipo que sea, que les abre paso) y para saber qué es lo que debe ser escrito y qué es lo que no se debe, lo que no debería ser hecho.
Señalamos, como núcleo básico, un caso absolutamente coherente con las directrices que, para nosotros, creemos son exactas y válidas: la Segunda Escuela de Viena y sus tres principales compositores aunque es evidente que podrían señalarse otros desde ángulos muy distintos, Wagner, Mussorgsky, Mahler, Richard Strauss..., como ejemplos muy precisos y conscientes de lo que significaba la ética en su evolución musical y cómo estos compositores —y algunos otros semejantes— organizaron sus músicas, sus obras dramáticas, para la iglesia (Bach, Mozart...), la nobleza o la corte y en sus cartas o sus lecciones y escritos fundiéndolos en el imperativo ético; con los tres vieneses y en sus obras, textos y maneras de actuar, nos sumergimos en una presencia real de la ética en la creación musical en momentos muy difíciles, tanto musicales como políticos y sociales, difíciles para ellos cuando vivieron en los años anteriores y también durante la Segunda Guerra Mundial y, por analogía, difíciles para nosotros ahora cuando ya no son puntos concretos (como lo fue en su momento) los que se derrumban en la sociedad en la que vivimos sino que, visto con panorama global, es todo el pensamiento y toda la civilización y aún su existencia como tal, moral y física, los que están en juego y los que están en camino de desaparecer.
Ellos nos sirven de modelo —muy en especial— en quien contemplarnos y a quien imitar a pesar del incierto futuro que intuimos y sobre el que, con temerosa ingenuidad, intentamos no indagar demasiado.
Antes de esto, establecemos unas palabras de introducción señalando qué es para nosotros, y qué significa, el concepto de ética, como fundamento de la obra de arte y qué impulso debemos, así es nuestra creencia, extraer, arrancar, si es preciso, de ella. 
Sobre este impulso y sobre esta convicción podemos, así, fundamentar el marco que abraza nuestro concepto ético, marco «copiado», sombra de un espejo que nos señala, en especial, unas imágenes áridas, graves y difíciles, propias de los tres compositores vieneses y que quisiéramos fuesen, asimismo, también nuestras.
Pero la ética, moral que se aplica en este caso a la artesanía de la música cuanto a composición es, para el que la escribe, el llamado compositor, el resultado de un recuerdo, «...opiniones que se despiertan, como en un sueño recuperando él mismo (el compositor, en este caso), de sí mismo, el conocimiento, el saber...; y esto es la anámnesis, el recordar...6». Es el recordar aquello que ya sabíamos y aquello que se nos despierta, por la entrega del objeto platónico que abre paso a este recuerdo, lo estabiliza y lo constituye como obra de arte a través de nuestra artesanía.
Pero es recuerdo de aquello olvidado y que ahora vuelve a nosotros; pero también es el recuerdo de algo vivo que se nos entregó y ahora se nos abre de nuevo y se hace objeto por medio de nosotros y nuestra capacidad como artesanos; y también es la consciencia de que este recuerdo implica la muerte de aquel que recibe este recuerdo pues sólo un viviente puede recibir este recuerdo y los objetos a él confiados: así la ética está fundada sobre un recuerdo viviente, por unos momentos —meses, años— y, finalmente, último horizonte de su fundación, sobre la muerte que destruirá aquel que es receptor, aquel que podía recibir aquellos dones pero que, irremisiblemente, quedará colapsado, imposibilitado, en un momento concreto, para seguir recibiéndolos: así, la muerte es el fundamento de todo.
Así, parece que el morir es la condición para que el hombre pueda recibir el objeto platónico, pueda recordar; y este recuerdo tiene un determinado plazo —el de una vida humana, dentro de sus límites—; y este plazo no puede alargarse (sí entorpecerse por la desidia y la perversión del que debería haberlos recibido), no puede alargarse ni puede traspasarse de un hombre a otro: personal, único, con una sola y determinada forma, el objeto sólo puede penetrar, ser recordado, a través de una mente y una consciencia personal, única (y seguramente humana o semejante a ella) y sólo en ésta halla posibilidad de objetivarse: su vida está en la vida del que la recibe y el conjunto de objetos que serán concedidos y se contienen, asimismo, dentro de la vida del que pueda haberlas y manifestarlas: su límite es el límite de la muerte y ésta, es, por definición, necesaria, inevitable como causa para que pueda emerger el objeto platónico; es como un precio que el ser humano debe «pagar» para poder realizar esta operación, personal y única.
Y este precio está allende, más allá de cualquier voluntad; al hombre, a su esencia, le pertenece el recibir, durante unos breves instantes, algo maravilloso que se le entrega. Acabado este regalo sólo puede cerrar esta entrega cerrando, asimismo, el plazo de su vida.
Todo son operaciones relacionadas e inevitables: todas ellas están unas dentro de las otras; de hecho, todo es una sola cosa: deslizándose por el estrecho corredor, de venas sangrientas, que substenta la vida, el objeto emerge a la existencia; la consciencia lo objetiviza y lo entrega a los demás hombres y, así consumado, la difícil carrera por el doliente río de sangre se detiene allí donde se detiene la entrega, el regalo que debía ser entregado  —y aceptado—; la muerte es sólo un sello solemne y glacial que se deposita sobre aquellas cosas que ya no son del artista, del músico o del artesano y allí se cierra la operación que debe continuar, interminable, en algún otro lugar.
Pero la operación ética —el imperativo ético, esencial, pensamos, para el artista— quizá podría definirse (una definición de entre las otras que podrían concretarla de forma aún más exactamente posible) citando otro fragmento del Menon: «...es necesario buscar lo que no se recuerda para ser mejores...»; ser mejores, como necesidad, pues la inquisición sobre lo que no se recuerda, el esfuerzo para alcanzarlo, es un imperativo «necesario» para ser mejores; y somos ahora, seremos más y más «mejores» si recordamos (si nos es concedido el recordar) aquello aún olvidado (pero del que esperamos, incesante, su próxima llegada) y esta anámnesis constante para recordar aquello que se nos podría perder y que siempre corre el peligro, casi imposible de evitar, de que así suceda, es, asimismo, esfuerzo para «mejorar», es decir, para acceder a la virtud: para transitar el camino de la ética, la que condiciona y señala la estructura de la virtud y del recuerdo, la que justifica nuestra vida y nos determina, nos prepara para el fundamento de la filosofía y su —quizá— más profunda motivación después de la mirada sobre el ser, para la muerte.
Pero el fundamento es un camino y este camino ¿es sólo camino hacia la muerte?: acceder a la «virtud», mejorar, es camino a la recepción, en el nivel más perfecto posible, de aquello que debemos buscar, aquello «que no recordamos»: y lo que no recordamos es, precisamente, el objeto artístico, aquel, aquello, aquellas cosas, que es, que son, el motivo de nuestra vida: así, acceder a la virtud, recordar aquello que debemos recordar y estaba perdido —creíamos para siempre o ya habíamos olvidado, si es que se había perdido algo— es sólo un inicio al camino que todos debemos recorrer.
Pero en el artista, en aquel que trata de conseguir la sabiduría de la virtud, este camino hacia la muerte es esencial y debe ser consciente para él con el mayor grado: el artista es, en cierto modo, un devoto, un hombre dedicado al morir y a una muerte con la consciencia de lo que ha significado el camino que ha sido su vida y qué es lo que en él se realizó y lo que en él hubo de sacrificar, como hombre e incluso, como artista, pues sólo abandonando todo lo que tiene, despojándose de aquello que cree haber conseguido, incluso con el trabajo de años, puede llegar a poseer aún más y puede llegar a abrir, más y mejor, las puertas que deben permitir libremente la entrada de «aquello que no se recuerda» y que, de manera categórica, imperativo que no puede ser desoído por el artista, tiene que ser recibido, recordado y entregado con el mayor cuidado, con la delicadeza con que se recibe el supremo regalo de este camino que sólo concluye, con pleno sentido y responsabilidad, en el momento final.

Si desea saber más de Música y ética:






En 2013 en la editorial publicamos San Francisco de Asís, un volumen que incluye Vida primera, de Tomás de Celano con traducción e introducción de Alicia Silvestre, El ensayo teatral El loco de Asís, de Francisco Torres Monreal, y el libreto de la ópera de cámara El Misterio de San Francisco, de Josep Soler.

Para más información sobre San Francisco de Asís:




En 2014 publicamos Últimos escritos, de Josep Soler,  con prólogo de Diego Alejandro Civilotti (ISBN: 978-84-92759-68-2). Del contenido entresacamos el siguiente fragmento (respetamos las peculiaridades de escritura del maestro Soler):


pero el poeta es el que dice, el que oculta y manifiesta, el que guarda lo sagrado y patentiza lo interior y, expuesto a los dardos del dios, herido con herida mortal, pero siempre viviente, sangrante pero nunca sin agotar las sangres de él y de los demás poetas, se descompone, es desmembrado por los seguidores de otros dioses y, por las bacantes de otros ídolos: siempre viviente, aunque carente de manos para pulsar sus liras o para escribir sus poemas, seguirá cantando sus versos y clamando por todo aquello que amó y se ha perdido y por todos aquellos que lo llegaron a querer y, asimismo, están ya perdidos y quizá casi olvidados o, tan borrosa son las imágenes del recuerdo que, amor y amado, se pierden en las nieblas de raras resonancias y en los colores rosáceos de auroras con sonoridades que el poeta no sabe si existentes…; las corrientes de amargos ríos llevarán la testa destrozada del poeta, pero su voz y sus versos siguen resonando entre los oleajes y las riberas de las aguas, cantados por Virgilio y los ecos de lejanos paisajes y, más allá, otras riberas quizá aún más lejanos, irán repitiendo incesantes: «¡Eurídice, Eurídice!»…
***
y en el vértice donde convergen el habla que articula la palabra y que es, ha sido, fue, durante, asimismo, siglos, la «casa» del ser, donde convergen las moradas en las que descansa el dios, allí, sea el espacio que sea, local o no (o el espacio-tiempo de x dimensiones) o trascendiendo cualquiera de estos atributos o modos, allí, eterno o con otro tiempo y otro hálito creador, allí quizá habrá triángulos que ríen y músicas que nos comuniquen teoremas ahora inimaginables y palabras y signos, retrogradados o verticales en su ser; quizá el tiempo sea vertical en su acaecer o el acaecer carezca de futuro…
la lógica —ahora, en el reloj de nuestra historia humana—, es humana, pero… ¿y en el (lejano, quizá de millones de años) futuro?, allá, en aquel allá, ya no es humana… ¿podría llamarse metahumana, trascendiendo lo humano, pero conservando sus raíces como fundamento y substento de su evolución aunque, como dijo el poeta de siglos atrás, podría ser que éstas estrangularan el árbol…?
***
pensar, pero pensamos con nuestro pensamiento humano, temporal, afectado o no (creemos que sí lo está) por la no ingerencia de cualquier operación cuántica, sin que nada «físico» le pueda tocar ni mover en sus movimientos…; el hombre piensa aunque, a pesar de que su consciencia y el pensamiento que de ésta procede y de esta adquiere su «verdad» (o no) proceda o se derive o sea afectado, de alguna manera, por un algo procedente del espacio no local, en este caso, no humano, no condicionado por el tiempo humano ni por la voluntad humana: la consciencia, [pensar, consciencia del yo y consciencia de la consciencia (al infinito)] está sumergida, en el ser Absoluto que todo lo comprende; será Espinosa quien más claramente y sin prejuicios o condicionantes de escuela o de religiones lo diga: « … todo está en Dios…!» y (añadimos nosotros: todo es Dios); el pensar se sumerge en la Substancia divina, si así queremos llamarla, y al unísono respira, se expresa y habla con ella. 
Y con ella se abre a sus infinitos atributos y a los infinitos modos de estos.
Pero el pensar humano, ahora, —con las coordenadas de nuestros relojes de la historia— está detenido en unas circunstancias determinadas: es a ellas a las que debemos referirnos y de ellas enunciar, una extremadamente larga sucesión, evolución, que le abrirá así a otro Modo, o a un nuevo ángulo totalmente ajeno al que ahora le rige. Y de éste, en otros eones de tiempo, se abrirán otros modos de otros Atributos: el retorno eterno de Nietzsche —si es que éste hablaba de hombres y sentimientos68— se abre, con peculiar evolución hacia estos infinitos modos que —en nuestra particular y actual situación— pensamos vendrán a ser música y matemática sin que intuyamos cual de estos modos será el que abrirá la puerta al segundo pues (con probabilidad) ambas son tan semejantes que podrían ir, asimismo al unísono, enmarañados el uno con el otro
Será el maestro Eckhart quién señala el camino donde se abre la puerta que nos «comunica» con este espacio no local: la pequeña centella del alma (vünklin der sêle), fondo del alma (grunt)… algo que está por encima, allende, aquello que fue creado en el alma, desierto sin nombre…; pero grunt, Desierto, es, asimismo, el nombre, si así podemos decir, con el que Eckhart nombra a la Deidad (gotheit), el fondo divino, (más allá, anterior a la «difusión» del Dios que podemos conocer o apreciar o describir como trinitario: pensamiento y extensión, tal como nos atrevemos a nombrar a las dos personas que llamamos Hijo y Pneuma Divino), carente de todo nombre ni modo, es la esencia divina, principio de todas las cosas —repetimos, el fondo, grunt, original—, el desierto: de Él emerge el Dios trinitario (got) y creador, el dios que se manifiesta, para nosotros en nuestro mundo, extenso y pensante y en él se abre, en él está esencialmente e idénticamente «enmarañado» (idéntico a Si mismo, pues todo lo que de Él procede, es decir, todo, todo es Dios) y en él permite que el ser humano —u otro u otros seres pensantes, del tipo que sean— hacia Él se inclinen y hacia Él abran sus posibles y particulares pensamientos y deducciones y, finalmente, si ello les es posible, su amor o, extraña forma del amor, su odio y temor…
24 de Octubre de 2012


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En el año 2018 Libros del Innombrable publicó en el árbol del dios doliente (con la primera e minúscula por expreso deseo del autor), una recopilación de los últimos textos del maestro con prólogos de Joan Pere Gil Bonfill. El libro incluye dos cedés con música inédita del autor y algunos de sus poemas recitados.
El volumen está compuesto por poemas inéditos de distintas épocas, así como por ensayos sobre distintos temas y algunas piezas escénicas. Se cierra con distintas adendas que desarrollan ciertos aspectos de la mística sobre la que le maestro Soler quería puntualizar. Tal es el caso de la siguiente:

… Poco antes de escribir estas palabras he visto en el ordenador unos fragmentos de Golgotha —rodada por Julien Duvivier, en el año de mi nacimiento: 1935. Era la larga escena del camino hacia la Montaña de la Calavera y sus imágenes, algunas rodadas con la influencia de los grabados de Gustave Doré, son maravillosas en la claridad de sus durezas…; el pueblo tiene allí una importancia extrema, casi parecida a la doliente figura del profeta y el desmayo de su madre: El árbol, arrastrado finalmente por otras manos, quizá más humanas, sigue sus pasos y le espera para abrazarlo en su agonía: también nosotros quisiéramos seguirle [—semejantes en nuestros sufrimientos, al rostro de otro de los que allí están muriendo y que parece resumir el dolor y las lágrimas, en las arrugas y pliegues de su cara (las de todos los hombres que, como él, de alguna manera, han muerto en sus cruces), la del ladrón que agoniza a su costado—] y en las duras maderas de aquel y tantos otros y tantos árboles, abrazarle y esperar, aunque nuestros ojos, cubiertos de espinas y sangre casi no nos dejen ver la esperanza y, quizá, lejano, el paisaje del futuro que desearíamos hallar en él, en su silencio, en el del Padre que no ha dado respuesta y en la furia del viento y las nubes que, solo por momentos, dejan ver el disco solar… ¿Habrá silencio y lágrimas tranquilas en algunos instantes, entre el tejido de sus espinas y las llagas que pronto se irán cerrando y petrificando en la cueva donde ahora lo llevan y donde, en el gotear de silenciosas aguas, lo depositan, solo, finalmente solo…?
¿Habrá algún mensajero que derribe la piedra inmensa que lo encierra —y nos encierra— en la helada oscuridad de la cueva y permita surgir nuevas voces y nuevas sonrisas…? 
… Ahora, antes de cerrar definitivamente estas líneas, quisiera evocar el breve texto de un poeta, quizá un profeta-poeta o uno que avisa (desde su lejanía, más allá del pasado o a través de un oscuro y sombrío, humeante futuro); su agonía, la locura de su claridad poética y mental —él ha visto y ha escuchado con demasiada claridad las voces de lo sucedido y de aquello que tiene que suceder y esta organización del horror le ha cerrado las puertas a las voces de sus seres cercanos…—: es Johann-Christian-Friedrich Hölderlin quién en Hyperion (Primera Parte/Primer Libro): «Hablamos de nuestro corazón, de nuestros planes, como si fuesen nuestros; pero hay una Potencia extraña (lejana, desconocida = eine fremde Gewalt) que nos lleva (empuja), (abate) que, según su voluntad, nos lleva (hecha, acuesta) a la tumba (en la tumba) y sin que sepamos de dónde esta viene ni a dónde ella va…». 
… Nos adormece en la tumba, después de abatirnos según su voluntad: Nos da para reclamar más tarde lo entregado y nos confía para que demostremos nuestra fidelidad y la astucia con la que hemos administrado aquello que nos confió…: ¿Es esto la vida de los hombres…?
***
En una breve y resumida, ingenua si se quiere, colección de conceptos básicos, esenciales para él y, quizá, sugerencia para otros…, escrita por un doxógrafo de sí mismo, escribí:
«Casi en la misma época en la que el pensar sobre el pensar (que sepamos y poseamos constancia de ello) se escribe y queda constancia de ello, la Voz del Elohim que habla a Moisés afirma que “… Él es el que es:”.; diles: «Soy…, Es dice que…».
»Y, paralelo a esta voz, Parménides escribe su poema del que hemos salvado varios y maravillosos fragmentos:.. “… pues el ser es y el No-Ser no es…; … pues es lo mismo Ser y Pensar…”.
»La insistencia de Jesús en los Sinópticos varias veces: “… Pues Yo Soy…; sabed que Yo Soy…”, afirmando que Él “Es”…
»Detrás», substentando, esenciando a Dios para que Dios sea Dios (got) «está» el Es sin nombre ni forma ni figura y, diríamos nosotros, «allende» el mismo Ser: la gotheit, llamado o definido, si esta palabra puede usarse, por Eckhart, el Desierto Inicial, lo Inerte, dador de esencias (carente de los Infinitos-infinitos de Dios, allende todos ellos y, asimismo, carente de sus Nombres…)…
»Es la más extraña y difícil imagen o idea o intuición o revelación que hombre alguno haya podido tener: Ya Damascio —que cerró la Academia que, mil años antes, había abierto Platón en Atenas—, nos advierte que solo lo negativo, lo que implique la partícula no —la negación que abre la palabra verdad en griego— puede, de alguna manera, expresar aquello que no es expresable con palabras y ni menos con imágenes: la obscuridad de la nada substenta, de alguna manera, al Desierto de la carencia, incluso, de la Nada…
»¡Suprema paradoja!
***
Espinosa: la Substancia Absoluta, Infinito de Infinitos (y entre ellos, la extensión material, el espacio-tiempo, sus criaturas, de la forma y manera que sean, del pensar o no-pensar que sean; todo es Ello; todo está en el ser que engulle ser y pensar en una misma cosa…: así, puedo decir: Soy Eso que llaman Dios (el got de Eckhart).
… Las ideas residen en Su Ser, y las llamamos Mundo Platónico —pues damos nombres a las cosas: Parménides y el Génesis lo afirman---: de allí se desparraman, se derraman sobre nosotros y nos empujan, nos arrebatan, con cantos dulces o voces airadas, al trabajo o a la construcción [ = la organización (---en un sentido medieval: organista es aquel que organiza, construye, da forma, (paráfrasis de Heidegger…) a un ser, una idea recibida, una casa, una música, un poema, un ángel, Dios…)], sea del dolor, sea de la angustia del arte: Todo es llamada y todo será, pensamos, exigencia de cuentas de lo dado y de lo confiado, aunque el dolor y el llanto serán nuestros y se añadirá, a la parte nuestra de la Substancia Absoluta que conserva y mantiene el dolor de los mundos y los completa con la totalidad del de sus criaturas: Organista del Dolor…: Este es el Nombre de Aquello que carece de Nombres…
Los teoremas de Gödel [señalo el año de escritura del tan famoso artículo de 11 teoremas (escrito en 1930 y publicado en 1931) con el título de Sobre sentencias formalmente indecidibles…]; el teorema vi es el tan (des)conocido teorema de la incompletitud junto con el último de este grupo de teoremas: el xi, al que cabe añadir, como complementando su texto y demostración, el suplemento de 1963. 
De las «divinas matemáticas», construcciones no humanas y que a nosotros se acercan y nos envuelven, pero sin que hayamos colaborado, en manera alguna a su organización o al sistema de expresarse y «justificarse»,  podemos afirmar que: «… siempre hay alguna sentencia de tal forma que ni ella ni su negación es deducible en el sistema…».
Más tarde, el mismo Gödel o Roger Penrose serán consecuentes con las implicaciones y deducciones «meta-físicas» que afirman e implican, de manera irrefutable, estos teoremas: Otros físicos y matemáticos incidirán en ello, incluido el mismo Einstein [… la mayor grandeza del ser (ya trascendente) individual es la de servir…], Max Planck (…la música y el arte son intentos de expresar el misterio último de la naturaleza…), Schrödinger, Eddington, Heisenberg («las Ideas platónicas (no humanas, allende cualquier sistema…) etc. Solo la intuición —luz súbita, iluminación que llega sin pedirla y sin poderla exigir, pero que se abre en nuestro interior— podrá abrir nuevos caminos, caminos de bosque o caminos reales, pero avenidas no humanas, aunque administradas por humanos que harán progresar, de alguna manera, lo ya adquirido, aceptado y poseído por el grupo de los humanos que quieran acceder a ellos…
***
No hay fronteras para la dilatación del espacio-tiempo; todo son fronteras: aquí, la frontera, en lo más profundo de lo más interno de la materia; allí se abre y aún más y más… Todo se abre en todas partes: todo es frontera para  la creación de otros espacios-tiempos que, a su vez, reproducen, infinitamente, la misma operación… 
***
… la Trinidad cristiana es uno de los dos atributos de los Nombres de Dios (got): el Logos y el Pneuma Divino: uno de los infinitos  atributos es la Materia [vid.: el Dios Corpóreo de Hobbes (en Apéndice al Leviatán. Latin Works. Vol. III, págs. 537/538, citado en Espinosa: Ética; edit. Vidal Peña; Madrid, 2006, 5. Pág. 62).
… de la Substancia Absoluta podemos conocer (o comprender, o pensar…) dos Atributos (o afecciones de los Atributos); Materia y Pensamiento: sobre la primera vid. lo señalado y ya considerado por Hobbes.   
A Lo que el texto del poema llama Logos (la Palabra) lo aceptamos como la expresión de la Materia en Dios: Y de esta dice el poema-prólogo al Evangelio de Juan: «por Él todo fue creado y nada de lo que existe no existe sin Él. / En Él estaba la Vida y la Vida era la Luz de los hombres. (1, 3-4) La Luz verdadera (la Luz-Verdad) vino al mundo. / Estaba en el mundo y el mundo existía por ella (por su operación) (1, 9-10)».
El Logos, así manifestado, es creador de todo, de todas las cosas del «mundo», materiales e inmateriales, físicas o imaginarias…
Al Pensamiento le asignamos, o intuimos, el nombre de Pneuma Divino (asimismo Palabra, Pensamiento, Esencia del pensar como tal), pensar, pasivo, pero no extensión del pensar: El Logos es creador de materia por la palabra, pero el «espíritu», (especie de «espejo» del inerte Desierto Inicial, fuera de todo inicio, espacio-tiempo, allende la nada…), pasivo, piensa y expone en su pensar y se lo entrega: es el fundamento de la materia [y esta parece que, necesitada de espacio, presupone, es tiempo: Pero la eternidad (en el Es, que es en Sí mismo y en Sí consuma su Es), la eternidad, ¿no presupone, asimismo, por pertenecer absolutamente, y necesariamente, esencialmente a la Substancia Absoluta, no presupone, asimismo, el tiempo?; ¿la eternidad no es eterna en su tiempo y no es tiempo en su eternidad?]. Ambos —pensamiento y materia— son dos aspectos unívocos, pero diferenciados esencialmente, de una misma operación [la eternidad es, asimismo, tiempo, sucesión, y el tiempo, la sucesión temporal, humana, la que conocemos, es eterna, por lo menos para nosotros, y «para nuestro modo de pensar»], operación por la que la Substancia Absoluta expone dos de sus infinitos infinitos Atributos…

Barcelona, 4 de enero de 2015

Para más información sobre en el árbol del dios doliente:




Josep Soler I Sardà, (Vilafranca del Penedès, 1935-Barcelona, 2022) es uno de los compositores imprescindibles de la cultura española y europea contemporánea. Lo es por la calidad y la cantidad —autor de dieciséis óperas más la instrumentación de Pepita Jiménez, de Isaac Albéniz—, por la diversidad de su obra, por su labor como maestro, por su trabajo como ensayista, poeta, traductor; por su constante y dilatada trayectoria desde el año 1951 hasta nuestros días.
Josep Soler, quien se formó con Cristòfor Taltabull, fue director del Conservatorio Profesional de Música de Badalona. Ha ganado los premios Ciudad de Barcelona, Oscar Esplá, el de la Ópera de Montecarlo y el Nacional de Cultura de Cataluña. En el año 2008 obtuvo el reconocimiento del INAEM del Ministerio de Cultural del Estado Español por su trayectoria. En el año 2009 fue distinguido con el Premio Nacional de Música. En el año 2011 le fue otorgado el XI Premio Tomás Luis de Victoria.
Como él mismo nos dice, «a los trabajos de Simplicio les debemos todo el pensamiento de Occidente», nosotros le debemos a Soler «su» pensamiento.
Soler es un hombre que se muestra continuamente perplejo por la voluntaria y constante asfixia del ser humano, pero para quien ante todo el pensar —su pensar y el ser— su-ser son una sola cosa, una unidad.
En otras editoriales ha publicado: Fuga, técnica e historia (1980), La música (2 vols.) (1982), (1993) Poesía y Teatro del Antiguo Egipto. Una selección (Selección, introducción, traducción y notas de Josep Soler) (1993), Victoria (1983), sobre la figura de Tomás Luis de Victoria, (1994), Escritos sobre música y dos poemas (1994), Tiempo y Música (en colaboración con Joan Cuscó) (1999), J.S. Bach. Una estructura del dolor (2004) y Musica Enchiriadis (2011).
Libros del Innombrable ha publicado de Josep Soler: Otros escritos y poemas (1999), Nuevos escritos y poemas (2003), Música y ética (2011), Últimos escritos (2014), De la vocación al oficio (en colaboración con Joan Cuscó) y su traducción del Pseudo Dionisio Areopagita Los nombres divinos y otros escritos (2007). Además de la monografía sobre su obra Componer y vivir (Joan Cuscó, coord).

Para más información sobre Josep Soler:

Soler también participó en el documental Visiones de Diox producido por Libros del Innombrable y que se encuentra en fase de montaje.

Nuestro editor Raúl Herrero dedicó a Josep Soler varios textos, entre ellos este artículo:



Con motivo de la presentación en Zaragoza de en el árbol del dios doliente, en 2018, Anton Castro realizó al maestro Soler la siguiente entrevista:

Se aprovechó la estancia en Zaragoza de Josep Soler, por la publicación del libro citado, para rendirle un homenaje en la Biblioteca de Aragón organizado por la Asociación de Amigos del libro, Libros del Innombrable y la Librería Antígona. En el acto intervinieron Eugenio Mateo, Alejandro J. Ratia, Joan Pere Gil Bonfill, Raúl Herrero y el propio Soler.  Con esa ocasión Ana Segura entrevistó al maestro Soler en el programa de radio La Torre de Babel. Puede escucharlo en el siguiente enlace:

Cerramos este homenaje con un poema de Soler incluido en su libro en el árbol del dios doliente:

Miedo.
Horrible es encontrar las Hermanas Fatídicas y sus predicaciones, pero aún es más terrible encontrar nada.
El vacío, el silencio de un vacío que parece gritar más —las voces del silencio— que todos sus intentos, incesantes, para llenar este vacío que tanto nos asusta.
Pero el diálogo con las Hermanas, (siempre y nunca cesan de realizar su obra sin nombre) este diálogo puede ser parecido a una especie de liberación: establece en su horror y relación, de voces, gestos, miradas silenciosas que dicen lo que no debe ser dicho con palabras… Una relación de opiniones que pueden ser fatídicas, y los son, pero también son alguna otra cosa quizá aún más horrible, por lo que sugiere y, también, por el silencio, oscuro de voces, vacío de imágenes, que lo acompaña y en él se deposita y descansa.
Pero lo terrible es no poder dialogar (con las Hermanas o con aquellas sombras que deben mantenerlas, solicitarlas y aún agradecerles sus trabajos, sus ardientes y enormes ollas donde hierven los deseos humanos y las ansias, imposibles de recuperar o consumar, de aquellos que, también, se llaman humanos (…): el silencio —no de la serena o resignada contemplación ante un final o un determinado «destruir» que por dentro de nosotros se abre paso y se corroe a sí mismo— sino el silencio que es y se agita frente a nuestros ojos, ciegos por los sonidos de las luces que, coloreadas por la desesperación, solo aciertan a ver aún más oscuridad… Y por el silencio, con bermejas resonancias, de las preguntas que nunca nos son contestadas, silencio de la espera y espera que, creemos, será determinante y es solo —para nosotros— el esfuerzo, nunca saciado, de más preguntas y preguntas sin sonido posible…
Vivir —y morir— es no recibir nunca respuesta alguna: a veces, ni tan solo silencio, ni tan solo algo que pudiera parecer el gruñido de lo que no es…
¿Y si fuese el «gemido indecible» del «es»…?
26/27/VII de 2011


Con esta publicación Libros del innombrable pretende homenajear al maestro Soler y ayudar a la difusión de su legado, así como dar testimonio de nuestra deuda con el maestro por su generosidad. 





En la bitácora de Raúl Herrero se ofrece una visión más personal del compositor Josep Soler y una entrevista que Herrero realizó al compositor:
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