Así comienza… Mujeres (de memoria II), de Fernando Arrabal




Prólogo

(Fragmento)

de Pollux Hernúñez

Al inconmensurable, al inabarcable, al insondable poeta(*) Fernando Arrabal le encantan las mujeres. Las ama pánicamente. En 1954 conoció a una francesa y 65 años después sigue apasionadamente enamorado de ella… Luce Moreau, profesora titular (maître de conférences) que fue de Literatura Española en La Sorbona, enamorada de nuestra lengua, se enamoró también del joven Arrabal cuando lo conoció en el Ateneo madrileño, y lo cuidó con exquisito cariño cuando contrajo la tuberculosis en París. Su amor no ha hecho sino acrecentarse desde entonces y, aparte de haber sido padres de dos hijos, Lélia ySamuel, siguen activos en ese mundo del arte, la literatura, el teatro, el cine, la vanguardia eterna.

Pero, además de esa mujer, Arrabal ha estado y sigue estando enamorado de muchas otras mujeres. Ya en párvulos en Villa Ramiro (Ciudad Rodrigo para otros), se enamoró de la monjita que le enseñó todo, la madre Mercedes Unceta, y desde entonces ha conocido a multitud de mujeres que le han fascinado, sean artistas, poetas, actrices, escritoras, periodistas, profesoras, traductoras, libreras, bibliotecarias, y un largo etcétera.

De muchas de las mujeres que le han fascinado, Arrabal ha escrito con admiración, amor y ternura, relatando vivencias y detalles albergados en su portentosa memoria, una memoria viva que abarca todo lo que la cultura literaria y artística ha producido desde mediados del siglo pasado y se prolonga activamente hasta hoy mismo. A algunas de estas adoradas mujeres dedica el autor la primera parte del presente volumen mostrando su cariño y admiración por ellas, desde la madre Mercedes hasta Teresina de Ferrer, pasando por Simone de Beauvoir y sus amores sartrianos o Pepita, el primer amor del inmenso Victor Hugo (sobre quien Arrabal construyó una de sus últimas obras dramáticas más celebradas). De todas estas mujeres encuentra Arrabal algo nuevo que decir, algún detalle ignorado, alguna reflexión iluminadora.

Mas su admiración por la mujer no es unidireccional, sino que ha habido una clara reciprocidad por parte de muchas ante su persona y su obra: son numerosas las que se han dirigido a él para conocerlo, y entre ellas un generoso puñado de periodistas interesadas en ahondar en él mediante el sencillo recurso de la entrevista.


(*). Al leer estos tres contundentes adjetivos, el autor de este libro me ha pedido que los retire por considerarlos exagerados e inmerecidos, pero, como estoy convencido de que describen acertadamente su carácter y sobre todo su genio, me atrevo a dejarlos a sabiendas de que hiero su acendrada modestia.

I

La confusa

(Fragmento)

Cerbantes,(*) durante su asentada en Roma en 1570 como mozo y camariere del joven cardenal (¿homosexual?) Julio Acquaviva, durante sus cinco años en manos de sus carceleros de Argel (¿sodomitas?) y durante su largo buceo en la cárcel de Sevilla («piedra de depravación»), conoce confinamientos sin recursos «virtuales». Precisamente en el camino de Roma Cerbantes con su mejor trino de jilguero (en español) dijo de Barcelona (única ciudad real que aparece en el Quijote): «… albergue de los extranjeros, sitio de belleza única». Pues en ella estuvo, entonces, a sus 22 años y 41 años más tarde.

Cerbantes aprovecha estas pausas en su vida para darse a la Cábala hermética. Capta la diferencia de timbre y de cuerda que esta tiene con el otro cantar: la exégesis de los textos bíblicos, nombrada «kábala filosófica». Feliciano de Silva, con sus novelas cabalísticas (conocidas como «de caballerías»), y muy especialmente con su obra de teatro La Celestina (eclipsada por la ¿de Rojas?) había ido rompiendo senda años antes y abriendo el camino real y de herradura que conduce a la Alquimia.

Cuando Cerbantes tiene 12 años, en 1559, el nombre del singular novelista y dramaturgo de Ciudad Rodrigo figura ya en el cartel del primer Índice de Libros Prohibidos. Esta «expurgación» de la obra de su escritor castellano (¡español!) preferido hubiera podido encavarle siete estados debajo de tierra las llaves de «los libros secretos». Por el contrario, este veto, a santo tapado, despierta la curiosidad del adolescente Miguel, al escucho de sus presentimientos.

Feliciano de Silva es el primer escritor español que decide incorporar en una obra en prosa un cuadro pastoril. A Cerbantes le sugestionaron las églogas bucólicas o ecológicas y, especialmente, el «lenguaje de los pájaros», es decir los signos sonoros por los cuales se comunican las aves descritas por mi paisano. De este idioma primogénito se valieron Adán y Eva para entenderse cuando rompieron el hielo y el fuego.

El ser humano al salir de su nirvana prístino extravió este esperanto espontáneo. Por ello nuestros inconsolables antepasados se apasionaron a título de compensación por la Ornitomancia, ensortijada ciencia que estudia la adivinación gracias al vuelo y al canto de los pájaros.

Desde el «lenguaje de los pájaros» Feliciano de Silva vadea a través de sus escritos hasta llegar al «lenguaje de los caballos». Modo de comunicación hermético y nada virtual gracias al cual se relaciona el caballero con su cabalgadura. Cerbantes, encandilado por estos recuerdos de su lectura de adolescente, trajina por un Mediterráneo bullebulle en el cual los libros de Feliciano de Silva habían sido famosos. El autor mirobrigense en vida no solo era el escritor español más célebre de su tiempo, con cerca de cincuenta ediciones de sus libros, sino, además, uno de los contados autores editados en todo el mundo civilizado de su época desde Venecia a Londres. Hasta que un garrotazo post mortem del Índice le envió al limbo de los «no-seres» de la literatura y, por fin, con ayuda de una crítica chata del siglo xix, al infierno de los chivos expiatorios.

Al retorno de su largo confinamiento en Argel, Cerbantes intenta, a través del teatro, poner sobre el tapete y si fuera posible sobre las tablas de un corral español, los prodigios vistos y los secretos intuidos. Su fogueo sin candilejas nos lo cuenta de dientes adentro, pero sin rencor, siete meses y nueve días antes de ocultarse, en su prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados: «Volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño, quiero decir que no hallé representante que me las pidiese… puesto que sabían que las tenía… y así las arrinconé en un cofre».

El teatro de Cerbantes sondeaba la libertad de los hombres y de los pájaros y no podía enclavijarse en el carretón conducido por los representantes. Los cuales tenían como misión con su farándula dar brillo y esplendor a los que sonaban, y tinieblas y mordaza a los que se insubordinaban. El sedicioso Cerbantes comenta con manga ancha pero a punto crudo en el Quijote: «… como las comedias se han hecho mercaderías vendibles dicen y dicen verdad los poetas (los dramaturgos), que los representantes no se las comprarían si no fuesen de aquel jaez… y así el poeta procura acomodarse con lo que el representante le pide».

Mal puede adaptarse Cerbantes a semejante teatro de tramoya y censura, de escaparate oficial y de perrera de insumisos, él que se sabe heredero de Feliciano de Silva y de Lope de Rueda. Del gran teatro español. A plana y renglón, paso por paso, pieza por pieza, habla al lector de su teatro, de su teoría de la escenificación: «Todos los aparatos de un “director”… se encierran en un costal y se cifran en cuatro pellicos blancos, en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados poco más o menos… el adorno del teatro (es) una manta vieja, tirada con dos cordeles de una parte a otra… detrás de la cual están los músicos cantando sin guitarra algún romance antiguo». Se diría que está hablando a un autor (español o foráneo) de hoy refiriéndose a Pétalos de confinamiento o a Julieta, que solo requieren hoy «una actriz, un director y mucho talento»… […]

(*) Arrabal escribe el nombre de su adorado predecesor con b de burro desde que hace unos años comprobó que, en todos los documentos autógrafos que se conservan, el autor del Quijote firmó Cerbantes (y no Cervantes, como se empeñan la mayoría de los editores de sus obras).

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