Así comienza… Mundo, Magia, Memoria, de Giordano Bruno. Edición de Ignacio Gómez de Liaño



 Prólogo a la edición de 1997

La hoguera donde un día de febrero del 1600 fue ejecutado Giordano Bruno tuvo la virtud de hacer de él un símbolo, un gran símbolo incluso: el del librepensador perseguido por el oscurantismo y la intolerancia. Pero la llama que hizo brillar al «mártir» fue la misma que oscureció al «filósofo», comprimiendo su obra en la angosta forma de los lemas. Mitificado, reducido a un rasgo emocionante, Bruno ganó en proyección, pero ya era un Bruno esencialmente mutilado.

En esas condiciones, fue reclamado por las tendencias filosóficas más diversas. Si a comienzos del siglo XIX Schelling vio en él a un precursor del idealismo, un siglo después Ernst Bloch lo pondrá en la nómina del materialismo dialéctico. Interpretaciones correctas y no incompatibles, tanto la idealista como la materialista; pero el Bruno que a mí me interesaba hace veinticinco años, y que aún sigue interesándome, es otro: es el Bruno de los métodos de la memoria, el del «idioma de la imaginación»; en una palabra, el Bruno «mágico». Por eso, a la hora de hacer una selección de sus escritos, juzgué que las páginas latinas de magia y mnemónica debían figurar junto a las italianas de metafísica y cosmología. De no haberlo hecho así, el retrato intelectual de Bruno habría resultado incompleto. Al cabo de los años, me doy cuenta, sin embargo, de que yo también utilicé a Bruno como ventrílocuo de mi tiempo; digo, de ciertas inquietudes de orden simbólico que, en los primeros años 70, pugnaban por salir a escena a despecho del inundatorio marxismo epigonal del momento. Ciertamente, «mi» Bruno no está en contra de Marx, pero tampoco forma en su cortejo. Bruno otorgó a la «materia prima» una dignidad, positividad y dinamismo ontológicos que habrían desconcertado a Aristóteles y que no desmerecen del materialismo marxista —alimentado, al fin y al cabo, en Heráclito y los estoicos, como Bruno—, pero tampoco se puede pasar por alto que nuestro filósofo empapó la Materia en el licor de la Idea y el Intelecto universal, y que en su filosofía esa Materia-Intelecto es irradiación del Uno infigurable y supremo.

En Bruno podemos seguir viendo al adelantado de la ciencia moderna; pero más que de la ciencia del cosmos, lo es de la ciencia del alma, de una psicología que todavía hoy pugna por escalar esos abruptos picachos que se llaman Spaccio de la bestia trionfante y De gli eroici furori o que ostentan los raros nombres de los sistemas mnemónicos que Bruno elaboró una y otra vez desde el inicio hasta el final de su vida literaria. Si Bruno me parece actual es, precisamente, porque su pensamiento gira alrededor de la imaginación y la imaginería simbólica; porque sus artes de la memoria son técnicas para la autoposesión del individuo, aún más que para la formación de mentes enciclopédicas. «La mayor y primera tarea del filósofo —decía Epicteto— es poner a prueba las representaciones». Bruno hace suyo este viejo ideal de los estoicos, pero no tanto por sus consecuencias gnoseológicas, como por la importancia que las representaciones y, en particular, las imágenes mentales tienen para la vida.

Junto a su filosofía teórica sobre el universo, el espacio, la materia, el entendimiento, Bruno desarrolló una peculiar filosofía «práctica», a la que a veces denominó «magia» y en la que una y otra vez quiso sentar las bases de su religión del mundo y de la mente. Religiosidad audaz —antropomórfica y teomórfica a la vez— que pretende activar y orientar los progresos del espíritu gracias al poder «mágico» de las imágenes, los símbolos, los diagramas. Sin dejar de ser un trámite situado entre los sentidos y la razón, como quería Aristóteles y admite Bruno, la imaginación es, sobre todo, instrumento de «deificación». Para decirlo con palabras del neoplatónico Sinesio que Bruno se apropia: «Si es don feliz ver al propio Dios en sí mismo, ciertamente es oficio de una contemplación más antigua y apropiada captarlo mediante la imaginación. Pues esta es el sentido de los sentidos… el cuerpo primero del alma… término medio entre lo temporal y lo eterno». La imaginación, agrega Bruno, «es la puerta y entrada principal para todas las acciones, pasiones y efectos que se encuentran en el animal; y la vinculación de esta ocasiona la vinculación de aquella potencia más profunda que es la cogitativa».

Así como Bruno atribuye a la Materia universal las virtualidades que los neoplatónicos atribuían al Alma e Inteligencia del Universo, de la misma manera asigna a las imágenes mentales una fuerza y dignidad ontológicas que parecían estarles reservadas a las Formas Ideales. Decir imaginación es, pues, lo mismo que decir, en su sentido más pleno, vida y conocimiento.

Visto en esta perspectiva, que no excluye sino que complementa la idealista de Schelling y la materialista de Bloch, Bruno sale al encuentro de nuestro tiempo en uno de sus rasgos más notorios: el interés que, desde hace más de un siglo, despierta todo lo relacionado con el psiquismo. En más de un aspecto, se le puede ver como precursor del análisis psicológico, particularmente del preconizado por C. G. Jung, y, en general, de las indagaciones de cuantos han tratado de desenterrar ese idioma del alma que consiste en imágenes mentales —con los afectos asociados a las mismas— y en redes de itinerarios trasconscientes. Pero la importancia de la filosofía «práctica» de Bruno va más allá, para incidir en los ricos márgenes donde florecen la estética y la sociología, la religión y la epistemología.

1.° Empecemos por el plano «estético». El Romanticismo otorgó extraordinaria importancia a la imaginación creadora. Para un Coleridge o un Novalis solo esta tiene el poder de abrir las puertas de la trascendencia. O, por mejor decir, no hay más trascendencia que la de la imaginación, cuya realidad es, si cabe, «más verdadera» que la del mundo fenoménico. En consecuencia, la plenitud humana solo es concebible en términos de imaginación creadora.

Casi un siglo después, futuristas y surrealistas extremaron el proyecto romántico haciendo coincidir en un mismo punto de inmediatez imágenes lo más alejadas posibles, según ya había hecho Lautréamont con su famosa «máquina de coser en una mesa de disección». «No voy a ocultar —dice André Bretón en los Secretos del arte mágico del Surrealismo— que para mí la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad», y, en el manifiesto de 1924, cita un texto de Reverdy, de 1918, según el cual: «La imagen no puede nacer de una comparación, sino de un acercamiento de dos realidades más o menos lejanas. Cuanto más lejanas y justas sean las dos realidades objeto de la aproximación, más fuerte será la imagen, más fuerza emotiva y más realidad poética tendrá». Observaciones análogas las hará Salvador Dalí, quien exacerba el impulso romántico al proclamar la convertibilidad omnidireccional —tan bruniana— de los signos perceptibles de la realidad y al querer hacer de la vida una obra de arte.

A la zaga del impulso vanguardista de los tres primeros decenios del siglo XX, los artistas que cultivaban en los años 60 y 70 la poética de la acción y del poema público no pretendían otra cosa que recoger en un mismo haz la realidad fenoménica y sus metáforas. La vida pasa así a ser un asunto de creación poética, de la misma manera que el arte se convierte en fermento de la vida. La vida solo merece la pena si en cada punto de la cotidianidad brota una metáfora que rompa lo consabido, empezando por la linealidad de las hermenéuticas discursivas.

Románticos, futuristas, surrealistas, poetas experimentales, todos ellos lanzaron sus sondas a los puntos más diversos del planisferio de la imaginación a fin de explorar las hibridaciones de fantasía y vida; pero lo hicieron sin un método riguroso, a pesar del interés —bastante desigual, por otro lado— que tienen la «escritura automática», el «cadáver exquisito» y el «método paranoico-crítico» de Dalí. Con sus artes de la memoria Bruno ofrece ese método riguroso: mediante la morfología de las «imágenes», la sintaxis de los «diagramas-itinerarios», la semántica de las «figuras simbólicas» —o abstracciones personificadas— y la prosodia de los «afectos», el filósofo napolitano desarrolla una compleja y bien trabada metodología de la vida interior.

Confieso que fue el experimentalismo de los años 60 lo que me llevó a la magia mnemónica de Bruno. Mi implicación de entonces en la poética de la acción y del poema público me hizo pensar que antes de corear lemas como el de «la imaginación al poder», se debía profundizar en los poderes de la imaginación. El recurso a Bruno era, desde ese punto de vista, la coronación del experimentalismo, pero también la vía que llevaba a un fructífero diálogo entre Tradición y Vanguardia. Pues ya en los primeros años 70 era claro que la Vanguardia se estaba convirtiendo en el subterfugio de los simplificadores (y aún de los embarulladores), y que solo un diálogo a fondo con la Tradición —o con las tradiciones representadas por Giordano Bruno— podía hacer, si no se perdían de vista las implicaciones filosóficas, que el arte volviera a servir a los más elevados intereses del espíritu, según quería Hegel.

2.° La imaginación bruniana tiene también una importante prolongación «social y política». Empecé a estudiar esa dimensión poco después de publicada, en 1973, la presente edición. El resultado fueron dos libros: Los juegos de Sacromonte (1975) y La mentira social. Imágenes, mitos y conducta (1989). La primera frase de este último —donde no falta un capítulo dedicado al «método mnemónico de Giordano Bruno»— es casi un programa: «El hecho más visible de nuestro tiempo es, sin duda, la omnipresencia de las imágenes». Naturalmente, hablar de imágenes en ese contexto es también hablar de poesía y estética, pero solo como factores que influyen en la formación de las sociedades y en la idiosincrasia de los que las integran, asunto que ya fue analizado por Platón en República y Leyes cuando trata de las consecuencias políticas de la «poesía imitativa», esto es, del teatro. Pues la vida social, ¿qué es sino interpretación de «papeles» o «roles»? No se trata solo de que, como quería Schiller en sus Cartas sobre la educación estética, el Estado se convierta en el espacio ideal del juego estético, sino algo más radical: la comprobación de que las imágenes de los poetas —es decir, las «fábulas dramáticas»— son la materia prima con la que el legislador moldea al ciudadano. Basta leer «televisión, cine, revistas ilustradas, carteles» donde Platón escribe «poesía imitativa, teatro», para ver que los constituyentes estético-imaginarios de la sociedad siguen siendo válidos; más válidos, si cabe, en esta segunda mitad del siglo xx que en el siglo iv antes de Cristo.

Todavía quedan más patentes los resortes imaginarios —o «melodramáticos», si se prefiere este término— cuando se pasa a estudiar el inmenso fenómeno social, económico y político de la propaganda, donde, como si fuera un mar tempestuoso, chapotean los individuos en este final de milenio. No necesito extenderme en un fenómeno que es demasiado conocido, pero sí quiero poner de relieve la íntima conexión de imagen mental y condicionamiento de la voluntad. La observación de esa conexión sugiere que un método como el mnemónico de Bruno puede ser muy conveniente —aunque solo sea por sus aplicaciones terapéuticas— en las peculiares condiciones de la planetaria Videópolis de nuestros días.

3.° No se debe olvidar que con su filosofía y, particularmente, con sus métodos mnemónicos Bruno apunta a una reforma de tipo «religioso». Agudamente decía Flaubert que «el alma de los dioses está unida a sus imágenes». Bruno piensa que mediante los «jeroglíficos» de sus artes de la memoria está reinstaurando la religión «egipcia» del mundo y la mente, que le era conocida por los tratados atribuidos a Hermes Trismegistos, los diálogos de Plutarco y los escritos de los filósofos neoplatónicos. Llama la atención el parecido de los «sellos» de Bruno y los «diagramas» de la espiritualidad gnóstica de los siglos II y III. Debido a su formación como dominico, Bruno pudo conocer estos últimos a través de los Padres de la Iglesia (Ireneo, Clemente de Alejandría, Orígenes, Epifanio). Sobre la base de los cosmogramas y de la numerología pitagórica, los diagramas gnósticos y los sellos brunianos constan de compartimentos numerados donde —como se ve también en los mandalas del budismo tántrico— se alojan figuras simbólicas. Lo que en esos diagramas y sellos se ofrece es un peculiar itinerario del espíritu, comparable a la Subida del Monte Carmelo, de San Juan de la Cruz, Las Moradas, de Santa Teresa o el Via Crucis de la devoción popular católica. En todos esos casos, los loci y sus respectivas imagines agentes sirven para activar procesos de identificación y proyección empática.9 Ahora bien, frente al dualismo ontológico de gnósticos y maniqueos, Bruno se mantuvo firme en el monismo de las tradiciones neoplatónico-estoica y cristiana.

4.° El «epistemológico» es otro plano en el que también incide la filosofía «práctica» de Bruno. No es solo que, como Aristóteles tantas veces repitiera en De anima, no podamos pensar sin imágenes, sino que hay una especial vinculación entre los paradigmas científicos y los conglomerados imaginarios, ya que sin estos aquellos no logran afianzarse socialmente. Además, en las ciencias sociales y culturales cada vez se siente más vivamente la necesidad epistemológica de profundizar en el imaginario colectivo y sus símbolos, como bien vio Georges Sorel al tratar de los mitos revolucionarios.

El Bruno mágico que se destaca en la presente edición, ¿es un Bruno parcial, distorsionado? Lo sería de figurar solamente esa faceta de nuestro filósofo, pero como casi la mitad de los textos que traduzco representan su más trillada «filosofía teórica», creo estar libre de ese reproche.

La distorsión se habría producido de haber limitado la selección de textos al Bruno idealista neoplatónico, o al materialista epicúreo, o al heliocentrista copernicano, o al luliano, o al hermetista, o al mago, o al mnemonista. Pero ese reduccionismo es, justamente, lo que aquí se ha evitado. Reconozco, sin embargo, que en esta edición hay algo que de alguna manera rebasa la filosofía de Bruno. En las «Distracciones y especulaciones nolanas», que encabezan la selección de textos, y también en algunos párrafos de las «Notas introductorias», se habla de la distracción y la diversión, de juegos de lenguaje y acciones poéticas, de raros banquetes y no menos raras ceremonias en honor del dios de la risa, del punto y la mirada, del hombre locativo y el hombre calendario, de la convertibilidad y la superficialidad, de la diosa de la trivialidad y de los disfraces de la realidad, del silencio y la palabra. Nada de eso es «estrictamente» bruniano, pero todas esas nociones abren perspectivas que sirven para contemplar a Bruno desde otra clave hermenéutica, al tiempo que formulan una propuesta que, inspirándose en Bruno, apunta a nuevos rumbos filosóficos.

Por último, debo señalar que la edición de Mundo, Magia, Memoria que ahora presenta Biblioteca Nueva [se refiere a la edición de 1997] es el fruto de una revisión a fondo de las anteriores. He procurado limpiar los textos —tanto los traducidos de Bruno, como los míos propios— de las deficiencias de que adolecían: erratas de diverso calibre, descuidos de estilo, reiteraciones innecesarias, máculas de traducción, referencias a veces caprichosas. Las modificaciones más importantes afectan a la «Cronología de Giordano Bruno: su Vida y su Obra», que en la presente edición es mucho más completa y a la sección correspondiente a la «Expulsión de la bestia triunfante», que hace de bisagra entre Mundo por un lado, y Magia y Memoria por otro: los textos seleccionados son más amplios y la traducción más cuidada. Por todo ello, pienso que Mundo, Magia, Memoria logra al fin la silueta que debió haber tenido cuando salió por primera vez, hace casi un cuarto de siglo, a la plaza pública.

Ignacio Gómez de Liaño

Junio de 1997


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