A lo largo de los últimos meses hemos recibido en la editorial algunos artículos y poemas de nuestro admirado Andrés Ortiz-Osés de los que seleccionamos dos textos y un poema, que reproducimos con autorización de su autor.
PREMIOS Y ANTIPREMIOS
El éxito consiste en asumir el fracaso.
Andrés Oritz-Osés
Agradezco la nominación del premio Euskadi 2020 de literatura, aunque finalmente se lo hayan concedido a un literato político, que no en vano yo soy un filósofo antropológico. Felicito al galardonado por su premio, que yo no podría haber recogido por mi enfermedad personal y la enfermedad colectiva de la pandemia. Además, me hubiera llegado tarde, soy tan viejo que ya no lo necesito.
Por otra parte he sido un «maqueto» o extraño en todas partes, y específicamente en el País Vasco, aunque mi madre sea vasco-navarra, haya pasado media vida en la Universidad de Deusto estudiando el matriarcalismo vasco y tenga el folclórico Rh negativo. Pero yo soy un «maqueto» o extraño no maquetado oficialmente, sino de acuerdo a mi propia maqueta personal e intransferible.
Me he pasado la vida a la búsqueda del sentido existencial del hombre en el mundo a través del largo túnel del sinsentido mundano, una búsqueda que encuentra el sentido más en ella misma que en su resultado. Tras muchos rodeos culturales, he llegado a la obvia conclusión de que el sentido de nuestra existencia radica en el amor, definido como la sutura surreal de nuestra fisura mortal. Un amor humano que proyecta una Fratria del sentido interhumano, como la describe el Papa Francisco en su reciente encíclica sobre la fraternidad como amistad social.
El hombre es pues cómplice del hombre, porque todos estamos implicados humanamente en este mundo, como lo muestra dramáticamente la propia pandemia. El mismo pontífice argentino, que es un anciano conservador en lo moral pero crítico en lo social, acaba de sacudir a su propia Iglesia anquilosada con su apoyo a la unión civil de los homosexuales, por su derecho a formar su propia familia y ser hijos de Dios, cumpliéndose así felizmente el viejo dicho de que Dios los cría y ellos se juntan. Dicho con todo respeto, pues quiénes somos nosotros para juzgarlos, sobre todo después de los escándalos de pederastia.
Pienso pues que el Papa Bergoglio es el auténtico merecedor de premio tras lo dicho. Más vale decirlo tarde que nunca, como el discurso de la conversión tardía de Pablo Casado al centro político en nuestro país. Ahora bien, junto a los premios habría que otorgar los antipremios. Un antipremio cabría dárselo en la propia Iglesia a los obispos extremeños por extremoduros, al protestar por dar la comunión en la mano y no en la boca en plena pandemia pandemónica, como si Jesús no hubiera repartido el pan con sus manos en las manos de sus discípulos.
Mientras tanto, yo quedo libre y liberado de premios, pues ningún premio me apremia, pero espero poder librarme también de antipremios. Nada me debéis y nada os debo: gracias por dejarme en paz.
CREO Y NO CREO
A veces me pregunto
y me preguntan si realmente creo o no creo, y en qué o quién creo y cómo. Ante las navidades la cuestión resulta más romántica, pero la verdad es que me cuesta observar que haya gente que cree y gente que no cree, cuando en realidad yo mismo creo y no creo. Estoy así de acuerdo no solo con los que creen o creyentes, sino también con los que no creen o increyentes. Pues, en efecto, creo con los que creen y no creo con los que no creen, así que ninguno tiene razón por separado, sino todos a la vez.
Creo con los que creen en Dios porque ello significa creer en el sentido radical de la vida, porque lo experimentamos en el amor y la bondad, la belleza y la felicidad. Pero a la vez no creo con los que no creen en el viejo Dios, porque ello significa no creer en el sentido radical del mundo cuando lo experimentamos como sinsentido o absurdo, negatividad o desgracia. En este último caso cabría creer más bien en el diablo y lo diablesco.
Así que creo y no creo en el sentido del universo. En ello me identifico con el creyente y el increyente, aunque me diferencio a su vez de ambos. Pues el auténtico creyente solo cree aunque lo maten, mientras que el increyente no cree aunque siga vivo y coleando. El creyente solo está de acuerdo con el creyente, y el increyente solo está de acuerdo con el increyente, pero yo estoy de acuerdo con los dos a la vez, porque siento y pienso que la vida tiene sentido fascinante o divino, pero al mismo tiempo es un sinsentido terrible o demónico sellado por la muerte.
Soy pues creyente e increyente, desgarrado entre Dios y el diablo, el sentido y el sinsentido, la vida y la muerte. Pensando que la vida acaba en la muerte, pero que al mismo tiempo la muerte también muere y, por ello, no volvemos a morir más. La cuestión no es por tanto creer o no creer, ser o no ser, sino creer y no creer, ser y no ser. El que cree en Dios solo ve el sentido, el que no cree en Dios solo ve el abismo final del sinsentido; pero se trataría de ver el sentido y el absurdo, lo positivo y lo negativo. Por eso creo y no creo, porque veo lo uno y lo otro.
La creencia, como ya viera Víctor Hugo, se involucra en el amor porque es una especie de amor formal. Por eso el creyente ama esta vida en orden a la trasvida o trascendencia, mientras que el increyente ama esta vida inmanentemente sin ninguna trascendencia. Pero de nuevo yo afirmo el amor de la inmanencia y la trascendencia, del cuerpo o materia y del alma o espíritu. En una especie de dialéctica o más bien «dualéctica» de opuestos compuestos.
Por todo ello creo en Dios como símbolo del bien, y en el diablo como símbolo del mal: el cual representa una forma de descreer del viejo Dios absoluto y absolutista de nuestra tradición dogmática. Espero que a partir de estas premisas se pueda entender bien que mal mi conclusión paradójica o paradoxal: pues creo para poder no creer, y no creo para poder creer. Feliz Navidad positiva en medio de la pandemia negativa.
MI PATRIA
Nadie es patria: todos lo somos
J.L.Borges
Mi patria es la fratria
del amor la amistad y la familia
la hermandad del hombre y la mujer
los pueblos y el universo entero
y verdadero.
Mi patria es la fratria
fraternidad de la vida
y fraternidad de la muerte
humanidad sin celos ni recelos
apertura al otro y al distinto
y distante.
Mi patria es la fratria
de la belleza y de la bondad
capaces de asumir activa
y com-pasivamente
la fealdad y el mal
el sufrimiento y el dolor
ciego y aciago.
Mi patria es la fratria del sentido
y de la inteligencia
que enseña y no se ensaña
con el pobre atrasado
y el atrasado pobre
y desventurado.
Mi patria es la fratria
de la filosofía y el arte
la ciencia y la conciencia
del mar y las montañas
verdes
bajo un cielo azulado.
Pero mi patria no es la patria
de la maldad el rencor
y la violencia
del orgullo la raza y la soberbia
de la política de bloques
bloqueada.
Mi patria no es las patria
del aire irrespirable
y la cerrazón de cuerpo
y alma
violada por la avaricia
el robo y la codicia.
Mi patria no es la patria
martillo de herejes
España espada y espadaña
duermevela de occidente
mesetario incidente
y accidente
sino de la mística poética.
Mi patria es el niño
abandonado
y el viejo descartado
mi orfandad de siglos
y mi soledad de años
el dios que me redime
de mí mismo.
Mi patria es la tierra
y el aire que respiramos
el agua que nos disputamos
y su fuego latente y latiente
el lenguaje que nos expresa
e «impresamos».
Mi patria es la comida familiar
y amical
regada por el propio vino
alimentada por el propio sino
y concluida bajo el sol
en la playa.
Mi patria no es la patria
ni eres tú compatriota
mi patria es la fratria y eres tú
confratriota
hermanados en el mismo origen
y destino.
Mi patria es la música clásica
y la música popular y ligera
capaz de armonizar la consonancia
y la disonancia
la melodía horizontal y la armonía
vertical
vertiginosamente.
Que la fratria finalmente es hermandad
musical re-mediadora
de la patria paterna o vertical
aérea o celeste
y de la matria materna horizontal
telúrica o terrestre:
en el médium de la cultura cultivada
interhumanamente.
Andrés Ortiz-Osés
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