Así comienza… Así reía Saturnino, de Emilio López Medina





Capítulo Primero 
TRAGICOMEDIA DE FLORO Y YOLANDA 

El portero, tocado con amplia gorra de plato, se dirigía a la puerta de acceso a la zona residencial en que desempeñaba sus labores de cuidado y mantenimiento.
Observemos como, mientras caminaba al hilo de la reja de hierro forjado que se erguía en torno al lugar, iba deteniendo su vista aquí y allí, orgulloso, en mil detalles de aquel jardín cuajado de flores que él, con toda atención y mimo, lograba mantener espléndido a pesar de los calores del mes de junio de sequía que estaban atravesando. (Y todo ello sin dejar de darle vueltas a la cabeza acerca de la manera en que podría poner en marcha la moviola y rebobinado de la vida, tema con el que llevaba varios días sin que hubiera llegado a solución alguna). Mas en el punto exacto en que sus ojos abandonaban aquel revoloteo mariposón por tan amenísimo lugar para posarse en el grupo de viviendas que a su vera se acogían, percibió, no ya claramente, sino estridentemente, un bulto de color rojo situado al pie de la ventana de una de ellas, la más próxima a la verja, y por tanto a corta distancia de la acera misma de la calle.
Le faltó tiempo para abrir, nervioso, la puerta del vallado y penetrar en el recinto. Temiendo lo que se verá, examinó más de cerca el fardo.
Visto que se trataba de un saco de dormir, de muy mala leche comenzó a dar ligeros puntapiés al mismo.
—¡Bueno va, bueno va…! —gruñía mientras tanto—. No hace uno más que levantarse por la mañana temprano y ya empiezan los problemas. ¡No acaba uno de tomarse el café con leche y la tostada, y ya tienes que estar peleándote con la gente! ¡Qué vida ésta…, qué vida! –concluyó con cierto tono de resignación, sin dejar de golpear con sofocada rabia.
—¡Vale! ¡Vale! Ya está bien –se escuchó decir desde las interioridades del saco.
Éste adquirió entonces un movimiento peristáltico que pareció
hacerlo reptar al modo de un enorme gusano, lo que, unido a la voz emergida, confirmó a la vista del guardián aquello que ya había intuido: la presencia de vida humana oculta en las profundidades de la yacija. En efecto, estos indicios indirectos no tardaron en comenzar a concretarse, primero, en una cabellera morena desgreñada que asomó por el extremo del jergón y, sucesivamente, en unos ojos oscuros intensos, una nariz recta y unos labios levemente abultados que exigían, tras su contemplación, la necesidad de volver de nuevo a los ojos y hallar ahora en éstos una ligerísima desviación, la cual, lejos de afear aquel rostro, le confería un sesgo de espiritualidad opuesta a aquellos labios sensuales que, por contraste, habían llevado al conserje a tal replanteamiento de su mirada. Y todo ello sostenido por un firme mentón juvenil que hacía presagiar cierta fortaleza de carácter con la que habría que enfrentarse, según llegó a temer fugazmente el bedel.
—¿Qué haces aquí? —el vigilante soltó la bolsa que traía, se inclinó hacia el yaciente y lo zarandeó agarrando crispadamente todo el conjunto–. Sal de ah. de una vez!
El joven, lejos de ello, hizo amagos de bostezar.
—Toda la noche sin pegar ojo hasta el amanecer —dijo—, y ya que estaba pillando el sueño... —se arrebujó en el saco con manifiesta intención de acomodarse de nuevo en él—. ¿Qué hora es, por favor?
—Tendrá cara el tío? —masculló el cancerbero—. ¡Vamos! ¡Arriba! —y volvió a zarandearlo—. ¿Puedes explicarme qué significa esto? ¡Andas ahorrándote el hotel o qué? Estoy de jipis, o como se diga, hasta… —iba a decir que "hasta los cojones”, pero en el último instante decidió enfatizar— ¡hasta la gorra!
—Se trata de una huelga de hambre —contestó con toda naturalidad el muchacho, al tiempo que, incorporándose finalmente hasta sentarse, comenzó a alisar su la melena.
—¿Quee.? —el portero se hace cruces, se frota los ojos y después los clava en los del joven; se toma una pausa para respirar y luego habla con falsa parsimonia—. A ver, repítemelo otra vez, que por aquí, por esta parte, corre un poquillo aire y parece que no te he oído bien.
—Estoy en huelga de hambre.
—¡En huelga de hambre…! ¡Cucha qué moderno! ¡En huelga de hambre ante unas casas de vecinos y no frente a una embajada o un ministerio...! ¿Y por qué hay que ponerse en huelga de hambre, y precisamente aquí?
—Porque aquí está precisamente el motivo de mi huelga.
El conserje rechinó los dientes para sujetar en su boca la ira que le estaba subiendo desde el estómago hasta las sienes.
—Este tipo de respuestas me encantan —indicó con una mueca para ayudar al muchacho a comprender mejor la ironía; pero enseguida cambió el tercio e, inclinándose hacia él, hizo gestos de amenaza con el puño—. Explícamelo todo seguido y juntito, si no quieres verme reventar de indignación... y curiosidad, revuelta con el café con leche que se me está subiendo a la cabeza y… —expresó así las sensaciones aludidas de su estómago y sus sienes.
—Estoy en huelga de hambre por amor a Yolanda —le interrumpió el mozo, cuyos ojos, m.s que las propias palabras, parecieron concitar la ternura con que la expresión fue dicha.
—¿Por Yolanda, la hija de don Leoncio? —exclamó más asombrado si cabe el bedel, dejando en suspenso el puño en la cúspide de la parábola que estaba describiendo.
El joven se desprendió del saco y se incorporó vestido con la misma ropa de calle con que había pasado la noche.
—Exactamente. La hija de don Leoncio Serapión —responde, más bien que la boca, el desafiante mentón del muchacho, enfilado hacia la puerta de la casa.
—¡Esto es lo m.s grande del mundo! —grita el portero, que se yergue al tiempo que descarga su mano sobre el tronco del árbol más próximo—. ¿Y qué tienen que ver los amores con el hambre…? Hombre, yo sé que mucho —dijo pensándolo mejor—, pero me refiero a tu caso. Acláramelo pronto, antes de que me dé un ataque.
El muchacho volvió entonces una mirada melancólica hacia la ventana:
—Porque su padre la tiene retenida bajo la patria potestad. ¡Oh, dulce tierna niña mía! ¡Cuánto no estará sufriendo! —respondió, modulando alternativamente el tono con sus ojos y su mandíbula toda.
—¿Que la tiene retenida? ¿Y por qué la tiene retenida? Cuéntamelo de una vez…, por favor «pidió el guardián, casi rindiéndose.
—Porque se opone a nuestros amores.
—¿Que don Leoncio se opone a vuestros amores…? ¿Y por qué?
—Porque soy hijo de Arcadio Vigores.
El portero de pronto se admira —según denotaron sus ojos—, y todo seguido se entusiasma —según denotó el dejo de sus palabras:
—¿De Arcadio Vigores? ¿De mi compañero Arcadio? ¡No me digas que eres hijo de Arcadio Vigores el sindicalista!
El chico, que ya había comenzado a dar muestras de impaciencia, trató de descargarla recogiendo nerviosamente su saco:
—Ni que le hubiera dicho que soy el hijo de la Virgen Mar.a y su esposo Señor San José —comentó con cierto fastidio.
—No. De la Virgen María, no; pero casi: porque tu madre doña Fuensanta es un pedazo de pan.
Al incorporarse, el joven recibe un amago de cariñoso puñetazo en el pecho.
—¡Qué gran tipo es tu padre, muchacho! Ese sé que… —de pronto el bedel queda suspenso ante una idea que, muy aparatosamente, pareció asaltarle–. ¡Sea lo que Dios quiera! ¡Pero si el otro día don Leoncio y él tuvieron sus dares y tomares en el pleno municipal!
—¿Dares y tomares, dice? ¡Vamos, hombre...! —exclamó el chico.
—Bueno, salieron a bofetadas.


Así reía Saturnino, de Emilio López Medina. Libros del Innombrable / Cypress, 2020. ISBN: 978-84-17231-22-4


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