Fragmentos de… Obras, de Guillermo Osorio



Así comienza… Introducción de Javier Barreiro 

Conocí el nombre de Guillermo Osorio a través de Félix Grande que lo mencionó cuando le interrogaba sobre escritores borrachos que hubiera conocido. Y, aunque su recuerdo no era muy concreto, el poeta manchego convenía tanto en su excelencia personal como en la de su corta y casi desconocida obra. Que me costó localizar completa, únicamente cinco libros publicados, como me costó encontrar los testimonios de quienes lo hubieran conocido y tratado. Realmente, sólo encontré uno interesante. Pero tanto la plenitud de sus recuerdos, como la categoría humana que irradia hizo que haber conocido y tratado a este personaje valiera la pena tanto como lo vale la satisfacción de reeditar al autor conquense. Me refiero al poeta y periodista malagueño Manuel Alcántara, quien me sirvió en bandeja sus recuerdos y la admiración hacia quien fue su amigo.
Guillermo Osorio había nacido en Cuenca el 22 de noviembre de 1918, el mismo año en que lo hicieron Gloria Fuertes, el crítico Dámaso Santos, Enrique Tierno Galván y Adelaida Lasantas, futura mujer del poeta. Apenas nada nos ha llegado de su infancia, si no es alguna mínima evocación recogida en Río de los peces, que, significativamente, se subtitula (y otros recuerdos de Cuenca). Pero estos recuerdos son apuntes líricos que, si nos hablan de la honda sensibilidad del poeta, no podemos decir que aporten mucha información biográfica. Guillermo, del que aparecen varias fotos en la mencionada obra,  fue un niño de clase media —con dos hermanos mayores, Matías y Rafael, y una hermana pequeña, Conchita— que estudió en el Instituto de su ciudad y que se vio arrebatado por la guerra, antes de poder encauzar su futuro. No conozco textos sobre el poeta acerca de estos años en los que permaneció adscrito al ejército republicano en una unidad de tanques, lo que, según Manuel Alcántara, debió marcarle decisivamente. Guillermo pasó a Francia con los restos del ejército republicano. Volvió, sin embargo a su patria y conoció la represión, que en la escuetísima biografía que figura al final de Río de los peces se despacha con estas simples palabras. «sufre encarcelamiento, campo de concentración, etc.».
Tampoco resulta muy explícita dicha nota biográfica al narrar los años posteriores: «En el año 1950, en Madrid (tuvo que huir de Cuenca debido a hechos muy desagradables), conoce a la poetisa y periodista Adelaida Las Santas, con la que contrae matrimonio el 7 de mayo de 1955».
Dado el aparente desvalimiento de Guillermo Osorio para la vida práctica, Adelaida, a la que se recuerda como una mujer algo destartalada y pintoresca, debió significar un serio apoyo en su peripecia. No constan los medios de vida del poeta y ella sería quien, al menos, le sostuviera económicamente y le organizara algún tipo de rutina que comprendiera la comida y la dormida aunque, como muchos alcohólicos, fuera hombre de gran frugalidad y de imprevisibles horarios.

Tres poemas de Guillermo Osorio
De Sonetos de Malandra:

I.
A este «valle de lágrimas», Dios mío,
me trajeron ayer en cuarentena,
porque el agua corriente sólo es buena
cuando lleva dolor y muerte el río.
Y me hicieron soñar que el viento frío
era el beso de Dios, y que la pena
nos la daba el Señor a mano llena,
¡y eran ellos la pena y el hastío!
¡Eran ellos! Alzaban entre todos
una cuarta de amor y miedo juntos.
Le trabaron las manos a la suerte;
te quisieron amar de malos modos,
y pusieron caminos de difuntos
a la Fe, y a la Vida, y a la Muerte.

II.
Andaba ya sin yo, la mente huida
de mi sombra perdida y balbuciente,
cada vez más conmigo y más ausente,
acercándome más a mi caída.
Arrojándole huesos a la vida
entretuve a la vida diente a diente,
y ahora cruza mi paso tercamente
su fantasma doliente y homicida.
Me iré si puedo, pero no podría
eludirme sin pena en la pisada;
alejarme sin ver mi pena muerta.
jSeguiré destilando el agua fría,
hasta que un agua pura y desvelada
me despierte al abrigo de otra puerta.

III.
Tan harto estoy de estar que, si pudiera
devolverme a la puerta de mi puerto,
me supieran los ánimos a muerto
y la muerte a calor de primavera.
Más amargo de amar que si tuviera
sólo cruces de amor en mi desierto,
voy dejando las hojas de mi huerto
al amor de la mano de cualquiera.
Voy así, deshilando la corriente,
hasta ver que la voz y los sentidos
se me van alejando y esparciendo.
Cuando no quede ya seña ni fuente,
estaré con los ángeles caídos,
esperando, desnudo, y sonriendo.


Un relato de El bazar de la niebla:

Maniquíes

Hay un libro que me llama la atención por el título. Es La procreación de los esqueletos. Me pongo a hojearlo con interés. La dependienta me dice:
—Si usted quiere, puede leer un capítulo tranquilamente; aquí tenemos cabinas especiales para ello.
—¡Vaya! —digo sorprendido—; eso es una gran cosa.
—Tenga en cuenta que éste es el mejor bazar del mundo. Mire, ahí tiene una cabina.
La cabina es relativamente amplia, con la puerta y las paredes acolchadas y un cómodo sillón de cuero. Me pongo a leer el primer capítulo. Es un libro extraño, interesante. Dice, entre otras cosas, que: «como se probará más adelante, el ayuntamiento de los esqueletos puede producir mariposas negras, murciélagos luminosos, lamentos de la mar, lechuzas azules y hasta, en algunas ocasiones, pequeños espíritus y duendecillos de la risa».
Cuando quiero darme cuenta estoy acabando el capítulo segundo. Cierro el libro y salgo dispuesto a comprarlo.
Abro la puerta de la cabina y me encuentro con que allí no hay nadie. Toda esta sección de librería, antes tan animada, está ahora silenciosa, quieta; no se ve un alma por ninguna parte.
«Aquí lo que ha pasado —me digo— es que ha llegado la hora de cerrar y a mí me han dejado dentro».
Doy unas voces que nadie contesta y me pongo a recorrer aquello con la esperanza de encontrar alguien o de hallar una puerta. Estos almacenes son inmensos y no es fácil orientarse. Tampoco veo ninguna ventana.
Cuando me canso de andar de acá para allá, me siento en una silla.
«Lo mejor —pienso— será esperar que abran de nuevo».
Esta debe ser la sección de confecciones o algo así, porque todo está lleno de maniquíes.
Estoy liando un pitillo cuando oigo pasos a mis espaldas. Me levanto de un salto.
—¡Eh! ¿Quién es?
Nada, no contesta nadie.
Oigo nuevos pasos; miro en aquella dirección y me doy cuenta de que los maniquíes están más cerca. Sí, no cabe duda, se han movido, acercándose a mí.
Se repiten los pasos detrás mío, me vuelvo y veo que los maniquíes de este lado también están mucho más cerca.
Empiezo a tener miedo. A pesar de todo, me acerco y toco a uno. Son figuras de madera, rígidas, con su expresión estúpida. Doy un empujón a otro y se cae de espaldas, tieso como un garrote; hace un ruido seco contra el suelo.
Miro para atrás y los veo más cerca. Cuando yo los miro, no se mueven pero avanzan a mis espaldas; me tienen cogido en un círculo que se va estrechando.
Empiezo a girar rápidamente pensando en cómo escaparme. Estoy sudando de miedo. El maniquí que acabo de tirar al suelo, un señor de etiqueta con la chistera y los guantes en la mano, está ahora de pie, formando círculo con los otros, cada vez más cerca.
Quiero hablar y apenas si puedo abrir la boca. Por fin, consigo decir, con lengua estropajosa:
—Bueno, señores, yo no tengo nada contra ustedes.
Se destaca un tipo engomado, en traje de «sport», con una raqueta de tenis bajo el brazo, y me dice, sin perder su expresión estúpida, con una voz de carraca:
—Bien, entonces, ¿qué hace usted aquí?
—Yo, nada -—contesto, ya sin miedo—; que han cerrado y me han dejado dentro.
—¿No será usted de la policía?
—¿Yo? No, hombre, no; yo he venido a comprar un libro.
—¿Qué libro? —pregunta un cazador de sonrisa fija y cara de tonto, con la escopeta al brazo.
La procreación de los esqueletos
Los figurones hablan entre ellos, sin que varíe para nada la cara de cada uno. Los hay de sonrisa permanente; otros están serios; otros parecen muertos; pero los que más abundan son los sin expresión, con esa cara de imbécil tan frecuente en los maniquíes.
Ahora se me acerca uno de estos últimos en pijama; lleva encima una bata de seda verde y una toalla al cuello.
—Bueno, vamos a ver —dice, mirando al vacío—: Hemos acordado que lo del libro no está mal y eso le ha salvado a usted, de momento; pero aún queda el rabo por desollar.
—Usted dirá...
—No me interrumpa y conteste a esto: ¿quiere o no quiere unirse a la revolución?
—¿A qué revolución?— pregunto.
—A la nuestra, a la de los hombres de madera y cartón. ¿Quiere o no quiere?
—Hombre, si es preciso...
El corro se estrecha. No puedo ni dar un paso. El del pijama dice, a gritos:
—¿Sí o no?
Esto se pone feo; habrá que decir que sí.
—Está bien —digo, levantando la voz—. ¿Qué hay que hacer?
—Ver, oír y callar.
—En ese caso, estoy con ustedes.
—Y si nos hace traición...
—De ninguna manera, no pienso engañarles.
—... Si nos hace traición, se quedará para siempre de maniquí en una tienda del extrarradio.
Del grupo de muñecos sale una exclamación sorda, amenazante:
—¡Al extrarradio!
— ¡Un momento, señores! —grito con todas mis fuerzas—. ¡He dicho que estoy con ustedes!
El del traje de etiqueta me coge por un brazo.
—Bueno, pues entonces, a la calle; y usted no ha visto nada.
—No, señor.
Me abren una puerta y salgo a la calle. Echo a correr y me tropiezo con todo el mundo. Esta gente no anda, no se mueve; están quietos, estáticos, obstruyendo las aceras.
Me fijo en las caras y vuelvo a sentir miedo. Todos son muñecos, como los del bazar. Los tranvías van también llenos de maniquíes.
Hay grandes grupos frente a los escaparates. Me acerco a uno y veo detrás de la luna hombres y mujeres de carne y hueso en posiciones ridiculas y obscenas. Algunos de estos maniquíes vivientes lloran sin parar. Otros rechinan los dientes y se congestionan de rabia; pero todos siguen quietos, en las mismas ridiculas posturas.
Suena una voz, como el chirrido de una puerta:
— ¡Vivan los hombres de cartón!
—¡Vivaaaa! —contesta un eco profundo.
—¡Muera la carne y el hueso!
—¡Mueraaa!
Sigo corriendo, esquivando los fantoches. Al volver una esquina me doy de manos a boca con una mujer rubia que, al chocar conmigo, cruje como un mueble viejo. Lleva un vestido muy escotado y tiene un gesto despectivo, de vampiresa.
Est-ce que vous n'aimez pas fair l'amour, monsieur? —me dice, sin abrir la boca.
Ah, non, madame! —le contesto—. Par don, madame; je suis tout pressé. A tout a l'heure, madame.
Voy escurriéndome como puedo entre los grupos de muñecos. Al llegar a una gran avenida veo un escaparate con mucha luz. La luz cambia de rojo a verde, amarillo, azul, naranja y toda la gama, pero con una intensidad que hace daño a la vista.
Mirando el escaparate hay un fantoche vestido de explorador. Lleva un salacot, sahariana blanca y botas altas. A sus pies hay un tigre muerto. El tipo tiene puesta una bota sobre el tigre y sonríe mirando al cielo. En la mano derecha tiene un rifle.
Hay una masa de gente mirando el escaparate, pero a cierta distancia; sin duda, por respeto al del salacot.
Me acerco con cuidado y miro. Casi no puedo contener un grito de indignación.
En el escaparate estoy yo, completamente desnudo, arrodillado frente a un balde lleno de agua. Me han pintado el cuerpo a rayas, como las cebras, y las rayas cambian de color a cada cambio de luz.
Frente a mí, sentado en un sillón de mimbre, hay un esqueleto. El esqueleto acuna en sus brazos una lechuza de color azul. Yo le lavo los pies al esqueleto. Este, de cuando en cuando, levanta un brazo lentamente y lo deja caer de golpe sobre mi cabeza, con un ruido seco.
Cada vez que el esqueleto me cachetea, el del salacot suelta un graznido, fuerte como un trompetazo.
— ¡¡Ja!! —dice.
Este tipo se ríe a golpes, con tercios o cuartos de carcajada. La indignación puede conmigo y con el miedo. Salgo del corro de espectadores y me acerco al escaparate.
—¿Qué, le hace gracia? —digo, de muy mala uva.
No me mira siquiera; sigue con el pie sobre el tigre muerto, mirando al cieio con su estúpida sonrisa.
—¿Por qué no se ríe usted de su padre, amigo? —digo, acercándome a él.
Nada, ni caso. Suena un nuevo cachete y vuelve a graznar:
—¡Jau!
No puedo más; me voy a él y le arranco el rifle.
Detrás del rifle se viene el brazo del fantoche con un chasquido de madera seca.
Empiezo a culatazos con el escaparate y se arma un gran estrépito. Levanto la cabeza. El cristal está roto y los chicos en la calle siguen jugando a la pelota, como si tal cosa.

Obras (relatos y poemas), de Guillermo Osorio. Edición, introducción y notas de Javier Barreiro. (Libros del Innombrable. Zaragoza: 2013). ISBN: 978-84-92759-62-0

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