Fragmentos de… El bosque circular, de María Pilar Martínez Barca y Alicia Silvestre








El bosque circular
El arte de Birlibirloque, de Alicia Silvestre
Dina y el oviraptor, de María Pilar Martínez Barca
978-84-17231-09-5
Colección Joseph Merrick
Rústica 
20 x 13,50 cm.
102 págs.
Castellano
2019
YFU


Prólogo de Ana Alcolea Serrano
Portada e ilustraciones de David Maynar Galvez
Ilustraciones de El arte de Birlibirloque, de Alicia Silvestre
Diseño de Mar Nieto Novoa



Fragmento de Prólogo,
de Ana Alcolea

Creo que los libros no tienen edad, y este que tienes en las manos, lector o lectora, es un claro ejemplo de esta afirmación. ¿Dos cuentos infantiles? ¿Solo para lectores jóvenes? Nada que puedan leer los niños o los jóvenes es ajeno a los adultos, que guardamos dentro de nosotros a todos aquellos que fuimos y que han edificado lo que somos ahora.
Alicia Silvestre Miralles y María Pilar Martínez Barca presentan aquí dos deliciosos relatos que mezclan la realidad y la ficción. El pasado y el presente. La magia, el engaño, el sueño, el juego. Todo ello bien hilvanado para hablarnos de la importancia del trabajo y de la solidaridad.

A través de las palabras de Alicia y María Pilar, y de las deliciosas ilustraciones de David Maynar y de la propia Alicia Silvestre, te adentrarás, lector o lectora, en bosques mágicos, en mares llenos de seres fantásticos, viajarás a eras pretéritas y vivirás con personajes que te llevarán de la mano a los dominios de los cuentos. De los de siempre y de los de ahora. Porque El arte de Birlibirloque y Dina y el oviraptor son cuentos atemporales, esenciales, hermosos, amables, y necesarios. Y hoy más que nunca porque hablan de esfuerzo, de solidaridad, de trabajo en equipo. De la fuerza transformadora que tienen las palabras y el deseo voraz de un mundo mejor para todos.



Alicia Silvestre


Así comienza… El arte de Birlibirloque,
de Alicia Silvestre


Érase una vez una cuentista llamada Alicia Carroll. Tenía el pelo rojo como los locos y vivía en el País de las Maravillas. Solía jugar al dominó en el centro cultural de su barrio y allí conoció a un hámster dorado que se llamaba Harry, quien frecuentaba los locales de jazz, las partidas de póker y el casino con su grupo de amigos. Harry se pasaba hasta la madrugada fumando y bebiendo en bares poco higiénicos y, como apestaba a humo, lo llamaban Harry el Sucio.

Una tarde de diván, su gata holograma Olisabidilla, se relame y advierte a Alicia:

—Es muy loable que quieras agradar a todos, pero cuidado no olvides tus límites, tu identidad, tu persona. No renuncies a ser tú misma, no consientas en cosas que sabes que son malas o que te dañan a ti, a alguien o al planeta. Esta tierra nos ama con amor planetario. A ver, ¿cómo te recuperas y te nutres?
—Suelo refugiarme en una cuevecita y escuchar las gotas de agua, o me doy un baño caliente, o me tumbo al sol o bien tomo frutas naturales directamente del árbol, o camino descalza en la hierba húmeda, o dejo que la luz de la luna llena bañe mi piel.
—Precisarás mucho más que eso. El dragón de la brutalidad es grande allá fuera.

—Olisabidilla, cuando recuerdo a los que me hacen daño, parece que me pusiera de luto y una nube negra entorpeciera mis pensamientos. He aprendido a que me guste lo que tengo, para no frustrarme ni sufrir.

—No, no, no. No basta con conformarse, hay que tener voz y reclamar lo que es nuestro, si es justo y verdadero. No hay que dejarse avasallar, desde luego no siempre —le advirtió Olisabidilla.
—Me resulta más fácil irme conformando con lo que llega, o evitar hablar para no discutir, para no crear conflicto. Da menos miedo, parece que así puedo prevenir o evitar el dolor.
—Huy, huy, huy. Esto es más grave de lo que yo creía. Te llevaré a la consulta del psiquilín, pareces estar merodeada de unos insectos llamados ansiosismo y sensaturación. A veces los malos pensamientos o las sensaciones de los otros se nos adhieren al caparazón invisiblemente y nos impregnan, fíjate que hasta llegamos a creer que son nuestros. Hay que lavarse entonces con hojitas de ruda, romero, lavanda y sal gruesa.
—¿Tú crees que con eso bastará?
—Lo creo. Y si no fuera así, ven a verme. No olvides que tu piel tiene una calidad especial. Todos estamos hechos de esponja, pero tú tienes más agujeros, y más gorditos, así que absorbes más. En esos casos, respira hondo y te sacudes lo que te incomoda y lo mandas de vuelta para su casa.
—¿No hay como hacerme un trasplante de piel?
—No, no. El planeta te necesita exactamente así. Las flores, flores. Los árboles, árboles. Los ríos, ríos, y el verde, verde.
—¿Para qué misión me ha hecho el Creador más profundos y amplios los agujeros?
—Mira las flores de loto y los nenúfares. Crecen en el lodo, trepan por el agua entre raíces y barro, sin ahogarse y cuando llegan a la luz, flotan sobre el agua. En su semilla ya albergan la fuerza para perseguir la luz, y se convierten en una de las flores más hermosas. Así que nunca quieras ser nada distinto de lo que eres. Eres perfecta así.
Alicia se va a dormir y se levanta diferente. Ahora sabe que es altamente sensible. Nada ha cambiado, pero todo ha cambiado. Alicia está de vuelta del espejo. Alicia sabe ya cómo hay que trabajar para abrirse camino entre los obstáculos en el planeta en el que ha aterrizado esta vez.

María Pilar Martínez Barca





Así comienza Dina y el oviraptor,
de María Pilar Martínez Barca



Tomás, Luis, Carlos, Candela y Husam iban a la misma clase, salían juntos al recreo y, para los cumpleaños, solían reunirse en cada casa.
Pero su amistad fue creciendo más y más. Y ya no solo iban a casa de uno u otro cuando cumplían años; sino también las fiestas, y los sábados, y los días de hacer después del cole.
Y sus papás también se hicieron muy amigos.
—Pues el pan y el pescado y la fruta siguen subiendo —protestaba la mamá de Tomás.
—Sí, pero al menos aquí pueden comprarse libros, no como en nuestro país —aseguraba la mamá de Husam, que acababan casi de venir de un país muy lejano.
Y es que mientras las mamás hablaban de los precios de los alimentos, los libros de la escuela, las gafas para Luis, los zapatos ortopédicos de Carlos o el último modelito de Candela, coqueta al fin y al cabo como todas las niñas, los papás discutían de su equipo de fútbol favorito. Y los niños jugaban, como todos los niños de todos los lugares y los tiempos.
—¿Y por qué no jugamos a los huevos de Dina? —proponía Candela muchas tardes.
Candela, Husam, Tomás, Luis y Carlos tenían cada uno su Play, pero cuando se reunían en las casas jugaban con la misma maquinita, por turnos, compañeros de juego y aventuras. Y uno de sus juegos favoritos era el que se llamaba Dina y el Oviraptor. A la niña en especial le entusiasmaba. En la pantalla aparecían palmeras gigantescas, como las de la tierra de Husam; lagos con aguas cristalinas, o azuladas; grandes prados de céspedes y helechos. Y enormes dinosaurios, sapos, tortugas, seres de tres cabezas, aves de largo pico recubiertas de escamas, reptiles subacuáticos, cocodrilos, dragones. Todo un mundo fantástico y divertido.
Dina era la madre dinosauria. El malvado Oviraptor le robaba los huevos, cómplice y secuaz de Rex, el Tyrannosaurus, rey de todos los saurios de la era Mesozoica, hace cientos de millones de años. El juego consistía en devolver los huevos a la pobre Dina. Ganaba el jugador, o el grupo de avezados jugadores, que más huevos lograba reunir. Y no era nada fácil: había que pasar por siete pruebas, cada vez más difíciles.
—Venga, Tomás, dale, así. Deprisa, más deprisa.
El lápiz señaló Nivel 1, y ya estaban en marcha. Como primera prueba, debían saltar los jugadores profundos fosos, cuidando no caerse ni ser mordidos por los dientes de sierra de las bocas inmensas de enormes cocodrilos. Sobre un máximo de cincuenta puntos, Tomás solía ser el que más sacaba en esta prueba, seguido de Candela; Luis, Carlos y Husam eran algo más lentos, casi siempre.
—Pues Carlos necesita unos zapatos especiales —oyeron que decía a lo lejos su madre—, para poder andar algo mejor.
—Dale, Tomás. Deprisa, más deprisa —le animaban excitados sus compis.

Y algo pasó de pronto. Algo extraño, y a la vez maravilloso.
¿Dónde estaban? Una vegetación exuberante. Árboles que medían veinte veces la estatura de Luis —el más alto de todos—. Palmeras con las hojas del tamaño de un cuello de jirafa; coníferas, de la familia de los pinos, con agujas finísimas como púas de cactus; y ginkgos, auténticos laberintos de racimos de ramas que se superponían las unas a las otras. De tanto en tanto, en la corteza de un tronco aparecía un líquido precioso: una resina ámbar que, al secarse a la luz, se volvía de oro. El suelo se cubría de musgo y de helechos tan enormes como orejas de elefante. Era como el paisaje que salía en la pantallita de la Play, o en los bonitos libros de grandes dinosaurios que tanto amaba Carlos.


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