Ha fallecido José Fernández-Arroyo




José Fernández Arroyo nació el 12 de febrero de 1928 en Manzanares (Ciudad Real) y falleció el 27 de abril de 2019 en Madrid. En Libros del Innombrable publicamos sus diarios en dos tomos. A continuación, trasladamos el inicio de ambos libros en su recuerdo y para el público que nos visita interesado en su obra.




Edelgard. Diario de un sueño.
(1948-1953)
José Fernández-Arroyo
Biblioteca Golpe de Dados, nº 55
Mayo 2006 ISBN: 84–95399–70–9

Prólogo de Anna Caballé
Notas sobre el autor y la obra de Antonio Fernández Molina
Epílogo de Luis Alberto de Cuenca
Edelgard es una joven alemana de Stettin que, brutalmente desalojada de su hogar por las tropas de liberación ruso-polacas al finalizar la Segunda Guerra Mundial (1945), consigue finalmente refugiarse en Flensburg (Schleswig-Holstein) en compañía de su padre y de su hermana Sigrid. Edelgard es también, a juzgar por las maravillosas e inolvidables cartas que dirige durante más de un lustro al autor de Diario de un sueño, la personificación más delicada, tierna y exquisita de Ewigweiblich o «eterno femenino» que me he echado a mis ojos de lector compulsivo en los últimos años (por lo menos). Sólo si pienso en la dulcísima Margarita del Fausto goetheano o en la deslumbrante Inés de Santorcaz que Galdós nos regala en la primera serie de sus Episodios Nacionales, se me dibujan en la mente perfiles arquetípicos comparables al que representa Edelgard. Su fiel corresponsal entre 1948 y 1953 fue un jovencito manchego que, a caballo entre su Manzanares natal, la Ceuta de su «mili» y el Madrid de sus primeras experiencias artísticas y literarias, nos cuenta con maestría y sencillez su vida de entonces, indeleblemente marcada por las cartas de su amiga alemana. Ese joven creció, y ahora, más de medio siglo después, ha tenido la bondad de enviarme su diario de aquellos años, en el que brilla con luz propia, bajo el manto protector de Edelgard, una prosa castellana extraordinariamente eficaz
 Luis Alberto de Cuenca 
Primeras páginas:

Manzanares, 31 de diciembre de 1948. Esta noche, en que muere un año más de mi vida, quiero dar comienzo a este diario de mis impresiones íntimas.
Dentro de unos momentos, el sencillo acontecimiento de doce campanadas marcará la inexorable transición de un año que muere a otro que nace. No quiero volver mi vista al pasado en un recuento meticuloso de lo que he hecho o he dejado de hacer. Queden atrás mis veinte años vividos, con sus penas y alegrías y sus éxitos y fracasos. Este año que va a comenzar abre una nueva etapa en mi vida.
Quiero que mi vida, de aquí en adelante, sea fecunda y fructífera. Y sé que este año va a suponer como una renovación total de mi existencia. Quiero empezar ya a andar por mi camino y a ir conquistando los jalones decisivos que me lo afirmen. Quiero que mi vida comience a ser como deseo… Y, cuando pienso que va a nacer para mí una nueva era, mi corazón se estremece y se agita en unas ansias locas de luchar…
***
Ya cayeron, como un toque de agonía por el año muerto, las doce campanadas y en la sonora vibración de la última nació, temblando de frío como un niño, el año nuevo.
Durante la vigilia del Santísimo hemos postrado nuestros rostros en tierra y hemos elevado nuestro pensamiento al Señor. Mi oración ha sido humilde y sencilla: «¡Hazme bueno, Señor!»
¡Y he aquí que el Año Nuevo ha comenzado! ¿Qué me traerá, Dios mío? Yo deseo luchar, deseo vivir y que mi vida florezca y fructifique como los trigos y los campos. El año ha comenzado, pero empieza con noche y no puede verse a través de las sombras. Sólo, en lo negro lejano, unas estrellas brillantes que tiemblan en el cielo frío. Pero no tengo miedo; quiero luchar y Dios está conmigo. ¡Adelante!

1 de enero de 1949. Ya ha pasado el primer día del año. Ya he dado el primer paso. Aún quedan trescientos sesenta y cuatro…
Hoy he tenido muy diversas impresiones.
Esta mañana realicé la visita a mis enfermos pese al desapacible tiempo que hacía. El viento helado y la fina lluvia me azotaban el rostro, pero me gustaba sentir el aire zumbando en mis oídos y rozando fuertemente mis mejillas. Me sentí satisfecho de haber realizado escrupulosamente toda la visita, a pesar del mal tiempo. Y me gustaba felicitar a mis enfermos y animarlos, mientras les ponía sus inyecciones.
Por la tarde he estado en el cine viendo una preciosa película: «La señora Parkington». Y precisamente viendo esta película he vuelto a sentir esa extraña sensación de que «algo» falta en mi vida y he comprendido mejor de qué clase de sentimiento se trata. 
6 de enero de 1949. He pasado en Ciudad Real los cuatro últimos días. En representación de mi centro parroquial he asistido allí a unas jornadas de dirigentes de Acción Católica. Han sido unos días de intensa vida espiritual, de grandes impresiones y de profundas enseñanzas.
Una de esas impresiones fue la de ayer por la mañana. Cuando íbamos a comenzar la primera ponencia, entró un sacerdote a invitarnos a todos los jornadistas para que acompañáramos a llevar el Viático a una enferma que, al parecer, estaba agonizando en una calle próxima. En procesión, en dos largas filas con velas encendidas, acompañamos al Santísimo. Al llegar a la casa pobre y miserable, en una calle sucia y apartada, yo, que iba de los primeros en la fila, tuve oportunidad de entrar en la habitación de la enferma. Yacía en una cama vieja, medio vestida y medio cubierta con una manta raída y aparentaba tener unos cincuenta años. Daba pena ver aquel cuartucho mugriento y sombrío donde el aire y la luz entraban sólo por la puerta desvencijada, de par en par abierta al frío exterior. Era una escena de tristeza y desolación que me dejó profundamente conmovido. Aquella pobre mujer parecía estar muriendo de hambre y miseria, más que de otra cosa. El sacerdote le decía que se arrepintiera de sus pecados y que repitiera con él el «Yo pecador». ¡Qué extraña y patética sonaba la voz del sacerdote y el murmullo ronco de la pobre mujer! Cuando el ministro de Dios tomó en sus manos la Hostia y dijo «Domine, non sum dignus…» sus palabras me estremecieron. ¡Qué extrañamente resonaban en aquel sucio cuchitril y ante aquella mujer que moría absolutamente abandonada!
Por la tarde recibimos la visita del Sr. Obispo, que venía a presidir algunos actos y a compartir con nosotros unos momentos. Salimos a recibirlo a la entrada del seminario y, cuando salió del lujoso automóvil, entre las reverencias del séquito, yo me acordé de repente de la mujer agonizante de la mañana y de cómo resonaban las palabras del sacerdote: «Domine, non sum dignus…» Y me pregunté si efectivamente no sería digna de recibir en su seno a quien nos dio ejemplo de pobreza dejándonos su cuerpo bajo la humilde apariencia de una blanca hostia de pan.
He vivido, pues, unos días de meditación y de vida espiritual y ahora, aquí estoy de nuevo, en el curso monótono de mi vida cotidiana, tan sólo animado por la esperanza de poder tender pronto las alas hacia otros horizontes.

12 de enero de 1949.  Esta tarde, ya a última hora, estuve paseando un rato con Ramos y Pacheco. Venían de dejar en sus casas a sus respectivas novias, Luisi y Elena cuando los encontré. Los dos venían radiantes y felices.
¡Cómo los envidio!… ¡Amar! Tener alguien a quien querer con toda el alma, a quien poder ofrecer lo que somos, lo que tenemos y esperamos… Tener alguien que nos ame y que ya nos acompañe para siempre…
—Mira —me decía Ramos—, mira que magnífica es esta frase: «Si la música es el lenguaje del espíritu que expresa lo que no se podría expresar con palabras, la música del amor es el beso.
Es verdad: qué frase tan hermosa, pero, ¡qué enigmática para mí! ¡El beso! Esto era para mí, hasta hace poco, algo que carecía enteramente de importancia y significado, pero ahora me parece un misterio encantador que no puedo imaginarme.
Pacheco me dice que un beso es «algo muy grande».
Hablan los dos con el entusiasmo y la felicidad brillándoles en los ojos y me parece que a su lado mi vida está vacía y experimento dentro de mí una amarga sensación de soledad. Yo también quisiera amar con todas mis fuerzas, pero… ¿quién sabe cuándo encontraré lo que busca mi corazón?

18 de enero de 1949. He tenido que ir esta mañana al Ayuntamiento para lo de la filiación del servicio militar. Después de eso, sin saber ciertamente por qué, pasé el resto de la mañana un poco triste. Tal vez fuera el sentimiento de que éste es el prólogo a esta nueva vida que me espera vivir este año: el servicio militar.
Mi amigo Ángel Crespo me envía un libro que acaba de publicar: Primera antología de mis versos, que es una recopilación de sus mejores poemas escritos y publicados en diferentes ediciones desde 1942 hasta 1948. Este libro ha cambiado bastante el concepto que antes tenía de él: ahora me doy cuenta de que es un auténtico poeta lleno de savia moderna y de verdadera personalidad. Me ha gustado mucho este libro y tengo que escribir algo sobre él para «Lanza» y para «Albores».

24 de enero de 1949. Me han contado esta mañana algo que ha sucedido ayer en el pueblo y que me ha impresionado profundamente. Se trata de una muchacha de quince años que se suicidó arrojándose a un pozo. Había quedado embarazada y su madre, al saberlo, le propinó una tremenda paliza y la chica, llena de rabia y de vergüenza, se tiró al pozo de su casa. Cuando la sacaron, ya estaba muerta. ¡Qué horrible! ¡Una pobre chica de quince años…!

26 de enero de 1949. ¡Otra vez cartas extranjeras! Esta mañana he recibido dos: una de un chico francés y la otra de otra chica alemana. El francés se llama Jean Gamard y escribe, en un español bastante correcto, una carta muy simpática en la que me propone que yo le escriba en francés y nos corrijamos mutuamente los errores. La carta de la chica alemana, en un francés que me parece bastante perfecto (en comparación con el mío) me ha producido una impresión muy especial: escrita con una caligrafía ordenada y vertical, tiene un cierto tono casi misterioso, como sugerente, no sé, algo que no puedo explicar. Voy a transcribirla en español. Dice así:

Flensburg, 17 de enero de 1949
Señor,
Desde hace mucho tiempo deseaba intercambiar mis pensamientos con un joven español, pero, desgraciadamente, no tenía ninguna dirección. Entonces, he leído su anuncio deseando correspondencia y no puede Vd. figurarse mi gran alegría. ¡Me gustaría muchísimo tener correspondencia con Vd. y le ruego cordialmente que me escriba!
España me interesa mucho, me atrae misteriosa y magnéticamente —¿Por qué?… Yo no lo sé; ¡sólo sé que me atrae España!
¡A fe mía, ahora veo que casi me había olvidado presentarme. Héme aquí: Edelgard Lambrecht, estudiante alemana de 22 años, esbelta, cabellos rubio oscuro, 1,69 m. de estatura, Soy gran amiga de la naturaleza, los animales, el arte —especialmente la música (toco el piano y el acordeón)—, la poesía, la escultura y la arquitectura, el deporte; me gusta el mar y los viajes, los países extranjeros y me interesa mucho la medicina. En el instituto estudié la lengua francesa, pero debido a mi poca práctica, le ruego sea «indulgente» con mí francés. También sé el inglés y un poco de latín.
Flensburg no es mi ciudad natal; mi ciudad natal era Stettin, una bella y gran ciudad marítima y comercial del este de Alemania, ahora separada…
Pero, para una primera carta, creo que ésta es ya bastante larga. Así pues, voy a terminarla ya.
¡En caso de que Vd. haya recibido ya muchas cartas y haya escrito a otras chicas, le ruego entregue esta carta a alguno de sus amigos que quiera tener correspondencia conmigo! En todo caso, le quedaría muy agradecida si se tomara la molestia de contestarme.
Acepte, señor, la seguridad de mis más distinguidos sentimientos. Hasta pronto el placer de leerle,

Suya, Edelgard Lambrecht







No es un sueño. Diarios.

(1954-2006)

José Fernández Arroyo

Biblioteca Golpe de Dados, mº 65

Noviembre 2007 ISBN: 978–84–95399-85–4

Prólogo de Manuel Alberca

No ha podido José Fernández Arroyo elegir títulos más apropiado para la segunda entrega de su diario, continuación del conocido y celebrado Edelgard. Diario de un sueño (1948-1953), pues, en verdad, la vida «no es un sueño», sino una real y difícil travesía, y el diario, su bitácora. Esta alegoría literaria, muy utilizada pero todavía eficaz, que emparienta la vida y el viaje, permite relacionar la escritura diarística con el cuaderno de navegación, que constituye además uno de los orígenes más plausibles del diario íntimo moderno —ese modo paciente y disciplinado de solventar civilizadamente los problemas con uno mismo y con los otros—-. Por tanto, la bitácora y el diario íntimo fueron y siguen siendo la tecnología para navegar todos los días, para proyectar nuevos destinos y para recalar en hospitalarios puertos al final de la singladura diaria. Este no es el diario de un triunfador, tampoco de un frustrado (ambas cosas serían inaguantables: insoportable leer el diario de un fracasado que culpa a los demás con resentimiento, más insoportable el de un triunfador absoluto si tal categoría existe), pues la vida de un hombre no mide su grandeza en el éxito ni en el triunfo, sino la aceptación lúcida de los límites y la gestión del fracaso.
Manuel Alberca

Primeras páginas:



Madrid, 12 de enero de 1954. Esta noche estoy otra vez de guardia en el hospital. Las horas pasan lentas y somnolientas entre los enfermos operados esta mañana, que de vez en cuando se quejan. Ante la larga noche de vigilia, aparecen las cosas para pensar en ellas con sosiego. Pienso en Lolita con el sentimiento de tener en ella algo feliz y profundo que no quisiera perder. Cuando estamos juntos, siempre nos sentimos contentos y felices. Es un cariño suave y maravilloso que va creciendo más y más. Pero también pienso mucho en Edelgard y siempre este recuerdo me deja triste y preocupado. Me siento avergonzado de mí mismo y creo que me estoy portando realmente mal con ella. Todavía no le he enviado el paquete con los regalos de Navidad. No se cómo, entre unas cosas y otras, se me ha ido olvidando enviarselo. ¡Pobre Edelgard! Sé que estará muy triste y lo siento con toda mi alma. Tengo que enviárselo mañana mismo, si puedo. Pero sé que ella no creerá ninguna excusa que pueda darle sobre este retraso. Seguramente, ella lo adivinará…


23 de enero 1954. Esta mañana se ha casado el Dr. Castro, uno de los médicos de nuestro servicio del hospital. Ha sido una boda elegante, aunque sin ostentación, pero con un «bufete» realmente espléndido. Hemos asistido todos los del servicio de Urología de la Facultad; hasta el propio Profesor De la Peña estaba allí, en el presbiterio, como testigo, con su elegante y esbelta figura enfundada en el chaqué. No puedo dejar de mencionar la tremenda envidia que me ha producido esta boda.

He pasado la tarde con Lolita. Otra más de estas tardes de serena y pacífica felicidad, de dicha íntima que nada teme porque se apoya en una base de sincera amistad. Hemos estado bañándonos en la piscina «El Lago», pese a que estamos en pleno invierno. Era muy agradable encontrarse allí, en aquel ambiente templado y confortable, gozando del agua azul y tibia, mientras la gente afuera anda arrebujada en pieles y gabanes. Por los grandes ventanales veíamos discurrir, verdosas y lentas, casi inmóviles, las aguas del Manzanares. Los árboles desnudos a lo largo del río parecían envueltos en un ambiente agrisado y triste.

Yo sentía todo lo que significa tener a Lolita, una mujer con quien todas las horas son hermosas, con quien se puede estar de acuerdo en todo lo que para uno es importante y con quien nunca se siente un solo minuto vacío. Me hace feliz pensar que ella es como yo, que ama y siente lo mismo que yo amo y siento…

Después del baño y un poco de ejercicio, hemos salido. Era ya de noche y a la orilla del río todo era oscuridad y silencio y una especie de serenidad absoluta. Recorrimos de nuevo el largo paseo solitario y bajo la fría soledad de la noche nos hemos besado. Era indescriptible sentirla estrechada entre mis brazos, su mejilla suave contra la mía, unidos en un largo silencio y sentir en el corazón algo hermoso y limpio, seguro y sereno que nos hacía profundamente felices. Nada más existía a nuestro alrededor… Aquí, en esta gran ciudad donde tantas vidas, tantos mundos distintos van tejiendo su complicada madeja, éramos los dos, en el silencio pleno de nuestro abrazo, como algo aparte y único. «¡Cuánto te quiero, cariño!» «¡Cuánto te quiero, vida mía!» y estas viejas palabras resumían una vez más el eterno significado que encierra la existencia.

4 de febrero 1954. Hace un frío intenso y acobardador. Hemos alcanzado en estos días los 7 y 8 grados bajo cero. El cielo tan pronto se ofrece despejado y azul, como plomizo y amenazador. Hoy ha nevado y azota un viento verdaderamente gélido. Paso las tardes en el Ateneo, ante los libros o entre los amigos, en animadas charlas e interesantes discusiones. También tengo ahora algunas visitas particulares (curas e inyecciones a domicilio) que aligeran un poco mis estrecheces económicas.

10 de febrero 1954. Recibo hoy, después de bastante tiempo sin noticias suyas, una carta de Jean Gamard desde París. Precisamente el día 5 —la misma fecha de su carta— le escribía yo de nuevo, un poco extrañado por su silencio: se han cruzado nuestras cartas. ¡Ah!, pero la suya me trae una noticia verdaderamente inesperada: ¡se casó a últimos de diciembre con Madelaine, aquella novia rubia, simpática y alegre que conocí en Vernon! Me dice que ha sustituido la Vespa por un Renault «quatre chevaux» y que han comprado un apartamento en la «rue des Vinaigriers», cerca del «boulevard Sebastopol». Me dice que es muy feliz y, efectivamente, su carta deja traslucir esa felicidad.
Me han sorprendido verdaderamente estas noticias y también me han alegrado, si bien me han dejado un fuerte sentimiento de envidia.

12 de febrero 1954. Cumplo hoy 26 años y me parece sorprendente que yo haya alcanzado esta edad. Me doy cuenta de que, casi insensiblemente, voy entrando en eso que se llama «la madurez», en esa época en que el hombre debe ir ya recogiendo los primeros frutos. ¡Y yo estoy sembrando todavía!
Edelgard no ha contestado a mis dos últimas cartas y, comprensiblemente, tampoco me ha escrito en mi cumpleaños. Imagino que debe haber adivinado la verdad que trataban de disimular mis excusas y mis palabras, a pesar de que intentaba que fueran tan afectuosas y sinceras como siempre. Desearía, sin embargo, que me escribiera, para tratar, poco a poco, de ir revelándole la verdad; quisiera que fuera capaz de comprender, que no sufriera por mi causa, que pudiéramos seguir siendo amigos… Pero me temo que esto ya es imposible y lo siento profundamente en el fondo de mi corazón. ¡Qué difícil es todo! Se que esto será terriblemente doloroso para su naturaleza hipersensible, pero me gustaría que no llegara a recordarme con odio o resentimiento.
Sí, es cierto: la conciencia me remuerde por dejarme ir por este camino egoísta, pero me pregunto si, efectivamente, hubiera sido más honesto y más sincero elegir el camino de un heroísmo posiblemente falso e ingenuo en el fondo, que no sé hasta que punto hubiera podido hacerla feliz.

14 de marzo de 1954. Esta mañana de domingo gris y ventoso he dado un largo paseo con Lolita. Pequeñas charlas casi insustanciales, pero con la sensación reconfortante de una paz, una seguridad, una tácita confianza en el futuro y una suave y maravillosa felicidad.
Después de comer he ido a casa de María Luisa a ver a Ángel Crespo y he encontrado allí a Antonio Fernández Molina, lo cual ha sido una sorpresa y una alegría. Luego hemos ido al estudio de Martínez Bueno. Leonardo no estaba, pero su mujer, Amparito, nos hizo entrar y nos mostró la obra en la que está trabajando: un enorme grupo escultórico para la Semana Santa de Cuenca del que puede verse, ya casi terminado de tallar, el magnífico caballo de tamaño natural y el centurión que lo monta. Me ha producido una tremenda impresión esta enorme talla en madera. También tenía allí un gran Cristo crucificado, que estaba ya recibiendo la primera capa de pintura previa al policromado final.
Me encantó, una vez más, este estudio de Martínez Bueno, cuyo indudable talento se puede apreciar en cualquiera de las múltiples esculturas, más grandes o más pequeñas, que pueden verse sobre las mesas, los caballetes o las repisas y ménsulas de esta gran nave tan sugerente y abigarrada.
Tras un rato de charla con Amparito, nos despedimos de ella y salimos de nuevo a la tarde dominguera. En una plaza próxima encontramos una gran muchedumbre arrodillada escuchando con devoción la potente voz misionera del Padre Rodríguez. La calle y los alrededores de la plaza estaban atestados de lujosos automóviles. En un balcón estaba el obispo, presto a impartir la bendición apostólica. Ángel y María Luisa se arrodillaron con respeto e hicieron la señal de la cruz. Molina y yo permanecimos en pie, contemplando en silencio la escena de religiosidad y piedad ciudadana. Yo me sentía completamente ajeno a todo aquello y las palabras del obispo y del padre Rodríguez y la bendición papal me parecían algo completamente falso y teatral y artificioso. Luego apareció una imagen de la Virgen llevada en hombros y todos entonaron piadosos cánticos. Yo observaba los magníficos automóviles, los lujosos abrigos de pieles de las damas, el aspecto prepotente de los caballeros y me llegaban los recuerdos de aquellas escenas y aquellas casas de los suburbios madrileños que había conocido acompañando a Lolita en sus visitas a aquellas madres que parían oscuramente, sin agua caliente, a veces, con que lavar a sus hijos recién nacidos. Nadie que no lo conozca podrá imaginarse que exista en Madrid tanta miseria…

Buenaventura (Toledo), 7 de abril 1954. Han pasado velozmente muchos días, que han traído un cambio radical a mi vida. Ahora todo es completamente diferente. Buenaventura es el nombre del pueblecito donde ahora vivo, situado en el valle del Tiétar, en la provincia de Toledo, ya casi frontera con la de Ávila. Tiene poco más de un millar de habitantes.
He venido aquí obedeciendo a ese algo inexorable e imprevisible que, en cierto modo, rige la vida de los hombres. Hace como un par de semanas, el médico que vive en el piso de arriba de mi pensión me hizo una proposición a todas luces ventajosa: venirme a este pequeño pueblo como practicante, cobrando una paga mensual de unas 2.500 pesetas (lo que equivale a más de tres veces mi sueldo en el hospital). La oferta no dejaba de ser tentadora. Unos días más tarde recibí la visita del párroco del pueblo, quien me explicó el asunto: en el pueblo no hay practicante y el médico, que viene ejerciendo esta función además de la suya propia, quiere elevar las cuotas de iguala de una manera abusiva. El pueblo entero se opone a tal abuso y han decidido llevar un practicante. Días después vine al pueblo para discutir el problema con una junta de vecinos en representación de todo el vecindario. Llegamos a un acuerdo y, tras pedir una excedencia en mi empleo del hospital, a la semana siguiente me vine a este pueblecito pacífico y sencillo, donde la vida puede ser feliz.
Efectivamente, el pueblo es pequeño, rústico, pintoresco y muy diferente de nuestros pueblos de la Mancha. Las casas, bajas, de una sola planta, están construidas de piedra toscamente trabajada; las calles, rudamente empedradas con gruesos guijarros que hacen difícil el caminar. En el centro del pueblo, una extensa explanada de forma irregular con una ingenua farola monolítica, constituye la Plaza Mayor, cuyo frontis lo forman el Ayuntamiento, las escuelas públicas y la casa del cura. Luego, las casas se van alineando, sucediéndose caprichosamente, formando callejas no excesivamente angostas. Todo tiene un aspecto sucio y poco cuidado. Los cerdos, las gallinas y demás animales domésticos pasean tranquilamente por las calles. Este aspecto abandonado y poco limpio, junto con lo sinuoso del pavimento, es lo que menos me gusta del pueblo. La gente se muestra amable y afectuosa, con esa educación natural, sencilla, cortés y casi delicada de la gente de pueblo. Los alrededores son maravillosos: un fondo de montañas próximas se levanta hacia el norte, todavía con las cumbres nevadas. Más abajo, hacia el río, una extensa vega de pastos y sembrados, prados, dehesas y huertas, cercadas de rudimentarias empalizadas o bajos muretes de piedras. Un casi completo circulo de montañas es el horizonte.
Aunque sin duda los habrá, a simple vista no parece haber ricos ni pobres: todos tienen, quien más, quien menos, sus pequeñas propiedades, que les proporcionan los medios necesarios para vivir sin grandes agobios económicos.
Estoy hospedado en casa de uno de estos labradores-propietarios y la familia es extremadamente amable y obsequiosa conmigo. Me tratan con una respetuosa familiaridad, pese a que solamente llevo aquí apenas tres días. Pero yo estoy preocupado e inquieto por esta situación mía, que no me parece todavía muy estable ni definitiva. El médico, a quien todo el pueblo —o casi todo— ha retirado su iguala, es ahora mi enemigo y me disgusta profundamente esta situación violenta e ilógica entre el médico y yo.
Llevo aquí todavía muy poco tiempo, pero me acuerdo mucho de Lolita y la echo terriblemente de menos. Hoy he recibido una carta suya que me ha producido una enorme alegría.



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