Así comienza… Solo de trompeta, de Antonio Fernández Molina


Prólogo

Cuando era niño (debía ser muy pequeño) soñé algo que no he podido olvidar nunca. Muchas veces creo haber soñado aquel sueño la noche anterior, y esta sensación ha estado a punto de confundirme en repetidas ocasiones, hasta que un día lo anoté en un papel, y cuando volví a recordar nuevamente el sueño, varias semanas o meses después, y se repitió la sensación de su proximidad, miré el día y la fecha en que lo había anotado, y, desde entonces, tengo la seguridad de que esta sensación se repite cada vez que el sueño acude a mi memoria, desde mi primera infancia.

El sueño en sí es corto y cualquier otra persona lo hubiera olvidado en el momento de despertarse. A veces pienso que el hecho de recordar el sueño no quiere decir nada en particular, sino que lo recuerdo una y otra vez, ya por costumbre. También es probable que lo que recuerde de él sea muy poco, una parte pequeña de lo que me impresionó, a lo mejor la que me impresionó menos, y lo demás lo he olvidado por temor a que se repita el miedo que debí sentir. Puede que todo sean suposiciones y rutinas, y que recuerde el sueño como se recuerda el estribillo de una canción estúpida sin que nos haga maldita la gracia.

He aquí el sueño, o lo que recuerdo de él: En un pueblo bastante grande, donde vivo con mi familia, las casas tienen portales muy anchos y oscuros. Entro en uno sin apenas ver nada y me dirijo hacia el fondo, donde está la escalera. Subo los peldaños, pero no los veo porque mi cabeza se proyecta hacia delante. Al llegar al descansillo, me tiendo sobre el suelo y veo salir de un rincón una rata muy grande. Camina sobre mí y comienza a morderme a un tiempo la nuca y la boca.

Poca cosa para que no se borre de mi memoria, cuando estoy seguro de que en el mismo terreno de los sueños he tenido otros tan impresionantes o más, de los que no guardo ningún detalle que pueda repetir en el papel, porque, principalmente, el destino de los sueños es desvanecerse cada día.

Y no tengo seguridad de que aquel sueño no se repita cada noche. (Este es un modo de hablar. Mis sueños no se corresponden exactamente con las noches y seguramente son bastante independientes de esta forma de contabilidad. He dormido de un tirón, por lo que creo, varios días y noches, y muchas noches no me han servido para el sueño).


Un fragmento


Me llamo Miguel, aunque me han llamado muchas cosas en la vida (a mis espaldas casi siempre). Mi nombre de pila ha sido motivo de orgullo para mí y de mofa, en otras ocasiones, al establecer la palpable diferencia que existe entre mi persona y la de otros altos ingenios que lo llevaron.

Empiezo por aquí, porque he de empezar por algún sitio. Terminar no sé si llegaré a hacerlo o si me quedaré en la mitad del camino. Aprovecharé esta racha y seguiré adelante mientras tenga mecha. Cuento con llegar allá, aunque está por ver. Según mis propósitos (o necesidades) esto irá deprisa, me emborracharé de palabras y recuerdos día y noche. De algún modo hay que vivir, y siempre pasan las horas.

De cuando era muy niño apenas guardo recuerdos confusos de escenas como soñadas o entrevistas. De entonces sé muchas cosas, más de las que recuerdo, y estoy seguro de su autenticidad, pero como me han llegado a través de otra persona no quiero hablar de ellas. Únicamente de parte de lo que conserva mi memoria, que, por suerte o por desgracia, es bastante buena.

La excelencia de mi memoria me ha dado muchos sinsabores en la vida. Corrientemente la gente se contradice al hablar, pero para ellos esto no tiene importancia porque nadie suele acordarse de las opiniones fútiles sobre cosas corrientes en el parloteo cotidiano. Mi memoria anota estas minucias y siento repugnancia por siempre hacia la persona que sorprendo en un renuncio.

Pero hablo de repugnancia hacia los demás cuando seré yo, sin duda, una de las personas que ha resultado desagradable a mayor número de semejantes, teniendo en cuenta que me refiero únicamente al desagrado suscitado por mi presencia física y mi actuación directa como hombre vulgar con ribetes de persona inteligente.

Cuando era pequeño parecía que iba a crecer mucho, y a los cuatro años tenía la estatura correspondiente a los seis. Los parientes y amigos de casa decían:

«Este niño va a ser un gigante. Cuando sea mayor desfilará en cabeza».

Y otras necedades por el estilo. Las señoras me besaban demasiado, me llamaban guapo y otras lindezas y casi me asfixiaban entre sus pechugas olorosas de perfume.

No quiero pensar, porque no quiero ser mal pensado. Un niño es un niño, y cuando es hermoso puede suscitar los más diversos sentimientos. Entre ellos puede florecer, ¿por qué no?, la ternura. Mi edad tan corta me impidió apreciar la calidad de aquellas circunstancias. Claro que algo me hace sospechar y suponer.

Recuerdo especialmente una cabellera rubia y unos ojos muy grandes. Unos ojos que para mí eran muy grandes, posiblemente porque con frecuencia estaban cerca de los míos. Pero no sé bien si los ojos pertenecían precisamente a una señora o a una hija o sobrina de familia. En la casa había otra mujer con la cara como un campo roturado, que enseñaba las raíces que había tenido ocultas. Tal vez aquella era la señora, señora viuda quizá, pero ella no disfrutaba de mis caricias porque yo la huía, y cuando no tenía más remedio que soportarla me mantenía esquinado y ella comentaba:

«Este niño es un pequeño salvaje, creo que no tiene muy buenos sentimientos, va a dar más de un disgusto a sus padres».

Aunque sus palabras no estaban dictadas por la sabiduría eran muy acertadas, al menos en más de su mitad, tan acertadas que pienso que de haberlo sospechado no se habría atrevido a aparecer tan malvada como para pronunciarlas.

Esas son frases que se dicen. Se dicen frases sin pensar en su sentido y nadie las recuerda. Aquella simpática mujer lanzaba sus palabras, y yo las recuerdo aún, ella no. O sí, pues aún arrastrará su vejez.

Pero la joven me llevaba a su habitación y jugaba conmigo. Me enseñaba el contenido de unos baúles. De ellos sacaba principalmente ropas y fotografías. Eran ropas antiguas y prendas interiores de mujer. Ella suspiraba. Después hacíamos gimnasia y peleábamos. Unas veces vencía ella y yo quedaba debajo en el suelo. Otras veces se dejaba vencer.

Aquella mujer desapareció. No iba a tener más suerte que con otras. Se llamaba Anita. Me he abstenido de pronunciar su nombre, pero lo mismo da y lo pronuncio. No la volveré a ver. Si la viera no nos reconoceríamos. Ella, casi una vieja; y yo, un enano. Buena pareja, quizá la mejor. Pero no tengo ningún interés en ver a esa mujer ni a ninguna otra. Tal vez no parezca totalmente sincero. Pienso que ver a la otra, en medio de todo, sería más interesante. Únicamente como espectáculo, si estas cosas ya me pudieran distraer.

Si vive, no quedará de ella nada más que una especie de esqueleto recubierto con un poquitín de pellejo. Sería divertido que estuviera inflada como un botillo. Esta idea casi me hace reír y, sobre todo, me consuela. Pensaré en ella con frecuencia. […]


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